dijous, 25 de maig del 2017

El 'efecto Voldemort', el mito del 'lobo solitario' y el miedo a aceptar que los terroristas son musulmanes




Lord Voldemort es el enemigo principal de Harry Potter y, según una profecía, tiene el poder de vencerlo. Pero la comunidad mágica teme tanto a Voldemort que prefiere referirse a él como «Quien-Tú-Sabes», «El-Que-No-Debe-Ser-Nombrado» o el «Innombrable».

Esta ficción literaria ha servido al dirigente liberal demócrata británico de origen paquistaní, Maajid Nawaz, para definir como 'efecto Voldemort' la oposición de la corrección política a considerar el terrorismo islamista como un fenómeno religioso. Nawaz, que en su juventud fue un militante islamista radical, distingue entre islam e islamismo. Este último es un movimiento militar, político y sobre todo religioso que desea imponer el islam por la fuerza.

Nawaz y un grupo de musulmanes seculares han creado Quilliam, a la que llaman la primera organización de lucha contra el extremismo islamista y de ultraderecha en el mundo. Para estos intelectuales, de la misma manera que en el siglo XX nos enfrentamos al terrorismo izquierdista y a la 'revolución comunista', ahora, en el siglo XXI, debemos enfrentarnos al terrorismo yihadista y su 'revolución islámica'. Y para ganar esta guerra tenemos que aceptar que se trata de un conflicto religioso, que los terroristas son musulmanes y que los' lobos solitarios' son un mito:

In 2013, researchers at Pennsylvania State University studied the behavior of 119 so-called lone-wolf terrorists. This study found that even though these terrorists went “operational” alone, in 79 percent of cases others were at least aware of the perpetrators extremist ideology, and in 64 percent of cases family and friends were aware of the individual’s terrorist intent.

Last year, academics at the University of Miami looked at 196 jihadist groups who used social media during the first eight months of 2015. The groups had a combined total of more than 100,000 members. Jihadists who had not subscribed to a group had either recently been in one, or soon joined one.

Pushing the “lone wolf” myth suits multiple actors. It allows the terrorists to exaggerate the extent of the infiltration of our societies by peddling the notion that your next door neighbor could suddenly turn against you. It also helps our security services and politicians. A “lone wolf” is hard to identify, almost impossible to predict, and very hard to stop. The explanation can act as a cover for serious security failings where terror cells have previously been watched, only for the monitoring to have been stopped.

Most importantly, though, blaming terror attacks on isolated loners who get radicalized because they can’t fit into regular society flagrantly sidesteps the role that community sympathy and insulation for extremist ideologies plays. It turns a blind eye to the fact that we are living through a full blown jihadist insurgency being fought in our own streets.

ISIS did not radicalize the 6,000 European fighters who left their homes to join a group that was partly responsible for reintroducing sexual slavery to the modern world. No. Those thousands of angry young European born Muslims were already radicalized. ISIS merely plucked the low hanging fruit.

For decades Islamist groups have been working within my own Muslim communities across Europe pushing the notion that we must resurrect a modern theocracy called a “caliphate.” In declaring its caliphate, the so-called Islamic State merely plugged a pre-existing demand that Islamist groups had been building for years. The horrible truth is that no terrorist insurgency can exist within any society without a level of community complacency towards the extremist ideas it rests on. The myth of the “lone wolf” allows us to ignore the role of ideology.



Puigdemont o la versión líquida de un golpe de estado



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Nos dijo, Puigdemont, que “en Madrid” era necesario el “sentido de Estado” para aceptar el referéndum que “sí o sí” se iba a celebrar, sin dar fecha, pero de manera incuestionable porque el mandato democrático que el Govern había recibido del pueblo de Cataluña así lo prescribía.

Resulta, como mínimo, jocoso, aludir al sentido de Estado para intentar que el Estado se haga el harakiri facilitando, como pretende el President, la liquidación por derribo de lo que tan trabajosamente se consiguió con la transición a la democracia y la adopción de la Constitución de 1978. Quizás el President Puigdemont confunde el “sentido de Estado” con la maquiavélica “razón de Estado”, que es lo que, más allá de los procedimientos propios de la democracia, pretende justificar el uso de medidas contrarias al ordenamiento jurídico.

Digo que quizás lo confunde, porque ya nos tiene acostumbrados al uso de equívocos conceptos, como el de ese mandato democrático, derivado por efecto del sistema electoral de una mayoría parlamentaria que no se corresponde con la mayoría social y esgrimido por doquier como paradigma de la justificación de lo que, en puridad, no es más que la versión líquida del antiguamente denominado golpe de estado, dirigido a sustituir espuriamente un régimen legítimo por lo que a una minoría le pueda convenir en un momento dado.

En la línea de subvertir lo razonable, Puigdemont intentó también escudarse, de la manera más abyecta, en la figura del President Tarradellas, solicitando que el Gobierno español asumiera la realización del referéndum, anticonstitucional y contrario a los estándares internacionales, chalaneando con las leyes y con los derechos de la ciudadanía, para construir esa schmittiana legalidad paralela con la que el secesionismo pretende legitimar su propia existencia y, subsiguientemente, imponerla política, económica y socialmente.

Mal tiene, Puigdemont, aprendidas las lecciones de la Historia, porque lo que hizo Tarradellas fue ayudar a la institucionalización de la Generalitat y generar confianza sobre el desarrollo democrático de la transición, cosa que acometió con un sentido de Estado sin el cual no se hubieran podido sentar las bases jurídico-políticas de la Constitución y del Estatuto de Autonomía que permiten, hoy en día, a Puigdemont y sus antecesores en la presidencia de la Generalitat, ser los [desleales] representantes ordinarios del Estado en Cataluña.

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Hay que destacar, de otra parte, lo poco que le motiva al President el debate en las instituciones. Le gustan los monólogos o, como mucho, las conferencias entre adeptos, además de los pactos entre bambalinas. No quiere ir a defender sus tesis al Congreso de los Diputados y tampoco quiso acudir a la Conferencia de Presidentes (sí quiso pronunciar su conferencia en el Senado, pero no debatirla en la correspondiente Comisión General de Comunidades Autónomas). También hace oídos sordos a preparar una propuesta de reforma constitucional, para lo cual el Parlament de Cataluña tiene competencias, que incluya su modelo de relación entre Cataluña y el resto de España, y que, según las previsiones constitucionales, puede ser defendida ante el Congreso de los Diputados. Pero ello no tiene nada de extraño, puesto que lo que pretende el secesionismo que Puigdemont y los suyos representan no comporta una nueva “relación” sino una ruptura del sistema.

Ello ha quedado meridianamente claro en el borrador que se filtró, previamente a la Conferencia en el Ayuntamiento de Madrid, de la Ley de transitoriedad que, en secreto, está preparando el secesionismo. Mayor chapuza jurídica es inimaginable. De forma similar a lo que dispuso en su día la Ley Habilitante alemana de 1933, que permitió al nacionalsocialismo subvertir el régimen de Weimar sin derogarlo oficialmente, la Ley de Transitoriedad jurídica habilita falazmente a saltarse la Constitución, el Estatut de Autonomía de Cataluña y la legislación española.


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Lo que se constata en la Conferencia de Puigdemont y en el proyecto de Ley de Transitoriedad encaja perfectamente en lo que Curzio Malaparte señala, en su obra sobre el golpe de estado, como elementos constitutivos de tal acción: Operación ilícita, ejecutada desde instituciones de poder, contra el poder legítimo, dirigida a alterar o modificar la estructura del Estado. No se necesita mucha gente para ello. Según Malaparte basta con que unos mil técnicos bloqueen las capacidades del Estado y hagan creer a la mayoría de la población que ello es lo adecuado y que deben mantenerse neutrales.

No es necesario, como se afirmaba en la teoría política clásica hasta hace relativamente poco tiempo, el uso de la fuerza para estar ante un golpe de Estado. El controvertido periodista Thierry Meyssan describe en sus artículos, examinando lo acaecido en diversos países, la doble moral que está en base del golpe. Por una parte, se organiza un proceso de movilización que comporta la división de la sociedad mediante la realización de acciones radicales no violentas y, por otro lado, se efectúan acciones más o menos clandestinas, de modo que lo que denomina trabajo sucio es llevado a cabo por gente de buena fe, que no se da cuenta de la manipulación de que son objeto; este autor describe también las etapas preparatorias, que comportan la propaganda para deslegitimar a las autoridades, el “calentamiento” de la calle, el uso de diversas formas de lucha y la preparación para la resistencia a la acción del poder primigenio.

Similares observaciones se contienen en la obra del politólogo estadounidense Gene Sharp. El golpe, en su opinión, viene precedido por una etapa de creación de malestar social en torno a un tema o una política determinada, seguida de otra en la que se descalifica a las instituciones acusándolas de violar los derechos democráticos, lo cual va a generar la realización de intensas campañas manipulativas para movilizar a la sociedad y conseguir, de este modo, desestabilizar al gobierno, crear un clima de ingobernabilidad y obtener la renuncia de los gobernantes.

Hablemos, pues, claro. Se está anunciando que se está llevando a cabo un golpe de estado. En manos de nuestras autoridades legítimas y en las nuestras está el impedir que triunfe. | TERESA FREIXES
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