Siempre que una explosión sacude una ciudad, se repite la misma escena. La atención se fija en los boletines especiales. Escucho a mis colegas: esperemos que el autor no sea árabe, que no sea musulmán, no necesitamos más…
Los escucho y comparto sus esperanzas. Pero los acontecimientos enseguida dan la réplica a nuestros deseos. Ya no es un secreto que los ataques son una vergonzosa especialidad en la que somos únicos.
Sé muy bien que el hombre que atropella a los turistas aquí o allá no representa a su país ni la confesión a la que pertenece, que no obtuvo permiso oficial para cometer su crimen, que era buscado en su país antes de ser incluido en listas internacionales de individuos buscados, y que la amenaza que representa a su ciudad natal es más peligrosa que su amenaza en un escenario criminal lejano.
Sé que la intolerancia no se limita a un pueblo determinado, a una secta o a un país, y que las personas enfebrecidas son el producto de muchas influencias. Pero tenemos que admitir inequívocamente que tenemos el récord de las agresiones en el mundo. Y nos hemos reservado una posición imbatible en el libro Guinness.
No exagero, querido lector. La visión de los turistas sangrando a muerte como resultado de un ataque perpetrado por una persona que viene de nuestra región me produce una gran confusión. No sé por qué siento el deber de disculparme con una familia china que estaba en Barcelona, o un japonés que paseaba por Niza, o un alemán que estaba de visita en Luxor. Esto es horrible.
¿Quién nos ha dado el derecho a violentar mapas, ciudades y Estados? ¿Quién nos ha dado el derecho a asesinar a un grupo de jóvenes que celebraban la vida en Estambul? ¿Quién nos ha dado el derecho a asesinar a los que estaban en las Torres Gemelas de Nueva York?
La invocación a la injusticia aquí o allá es sólo una cortina para ocultar un profundo deseo de matar al otro, de eliminar a quienes no tienen nuestras características o afiliaciones. Supongamos que sí, que hay injusticia: ¿tenemos que responder infligiendo una injusticia aún mayor a gente inocente? Lo de que el mundo nos odia no es cierto.
Uno no puede negar el daño limitado que a veces producen en Occidente ciertas prácticas en respuesta a nuestras brutales actuaciones, pero ciertamente no son equiparables a los mortíferos banquetes que organizamos en escenarios tan distintos y distantes.
Quienes conocen Occidente saben que allí la ley es soberana y que beneficia incluso a los intolerantes. Muchos saben que las comunidades árabes y musulmanas disfrutan en Europa de una libertad de la que a menudo carecen en sus países.
¿Por qué atacamos al mundo? ¿Porque ha decidido poner rumbo al futuro, mientras nosotros estamos determinados a navegar hacia el pasado? ¿Es porque ha inventado el avión en el que viajamos, el coche que conducimos, los tratamientos contra el cáncer que aplicamos en nuestros hospitales? ¿Cuál es la justificación del odio a Occidente, si lo que deseamos es ver a nuestros hijos y nietos graduarse en sus universidades?
¿Por qué atacamos al mundo? ¿Es porque hemos fracasado a la hora de erigir Estados modernos, de alcanzar el desarrollo, de generar empleo, de garantizar las libertades y de consolidar el imperio de la ley? ¿Acaso vemos en el progreso del otro una derrota propia y una amenaza a nuestra existencia? ¿Cuál es la solución, ponernos un cinturón explosivo y reventarnos o salir de los túneles en los que hemos decidido meternos?
¿Es cierto que estamos horrorizados por la multiplicidad de colores, elecciones y oportunidades que se nos presentan y que buscamos preservar el mundo monocolor que percibimos como la garantía de nuestra existencia y de la continuidad de nuestra identidad, bien lejos de cualquier interacción o enriquecimiento? ¿Es cierto que nos saltan todas las alarmas cada vez que escuchamos el campaneo del advenimiento de una nueva era? El campaneo de la ciencia, la tecnología, la medicina, las ideas, la cultura, la educación, la música…
¿Por qué atacamos al mundo? ¿De dónde sacamos semejante carga de odio? ¿Por qué sentimos la tentación de colisionar con el mundo y no de vivir con él y en él? ¿Por qué anteponemos las explosiones al diálogo, la muerte a la interacción y el acuerdo; los escombros al acomodo en espacios comunes; las cenizas a la multiplicidad? ¿Por qué preferimos retirarnos en lugar de tender la mano? ¿Por qué preferimos la receta de la muerte en vez de la del diálogo y el reconocimiento?
No podemos seguir atacando al mundo. Eso significa destruir sociedades antes que destruir un café,un museo o un rascacielos en otros lugares. Los asesinos itinerantes asesinan a sus países mientras piensan que están atacando a otros. Esos países, que parecen frágiles, son capaces de vivir con el peligro porque tienen Estados e instituciones que cometen errores, pero los corrigen, revisan sus cálculos y refuerzan sus capacidades.
Ha llegado la hora de considerar la guerra contra el extremismo la gran prioridad de nuestra vida. Es imperativo erradicar el vocabulario del extremismo de nuestros hogares, vecindarios, escuelas y manuales. Hay que detener el torrente de odio que anega nuestras pantallas y redes sociales.
Tenemos que reflexionar sobre una cultura que promueve esa tendencia a atacar al mundo. Si no le hacemos frente con coraje y sensatez, nos hundiremos aún más en la sangre y el fango y produciremos más asesinos itinerantes. | Ghasan Charbel, director del diario internacional en lengua árabe Asharq al Awsat
Artículo original en inglés, aquí