Carles Puigdemont parece haber visto muchas películas de espías y de fugas de Alcatraz. Tantas que, como al hidalgo manchego con los libros de caballerías, se le han subido a la cabeza. Sus fugas son tan ridículas como los embates de Alonso Quijano contra los molinos, pero a diferencia de la noblez de éste las suyas aparecen chabacanas e indignas.
Cuando el entonces presidente Puigdemont se cambió de chaqueta y de coche en un túnel de Gerona, creyó burlar a la Guardia Civil y a la Policía Nacional, pero simplemente renunció a su dignidad actuando como un forajido y un MacGyver en lugar de hacerlo como correspondía a su cargo y a su representatividad.Fue el primer coche de Puigdemont. Prefirió un truco de prestidigitación en lugar de acudir a «votar» con su dignidad presidencial aunque se lo prohibieran, y hacerla valer como una banda de honor por encima de todas las cosas. (...)
El segundo coche de Puigdemont llegó justo a continuación. En Asuntos Internos de los Mossos lo tienen claro: en la huida del presidente depuesto, desde su casa de Gerona, su mujer Marcela fue clave. Salió en su coche desde la urbanización, pero en los asientos traseros, los agentes de la Policía autonómica que custodiaban la casa no vieron a nadie, y así lo comunicaron a sus superiores. Por lo tanto, Puigdemont salió escondido en el maletero del coche de su esposa, que le transportó algunos kilómetros como quien traslada un bulto, hasta el vehículo donde aguardaba un «mosso» amigo, hicieron el cambiazo, y huyeron hacia Francia en otro coche sin papeles. Lo que no queda claro es si, al cruzar la frontera, Puigdemont se agachó o volvió al maletero, pues en las cámaras del paso fronterizo tampoco consta el rostro del expresident cruzándolo. | SALVADOR SOSTRES
Fue en el transcurso de la operación del entonces juez Garzón contra los comandos de Terra Lliure que pretendían cometer atentados en las instalaciones. Entonces, exactamente igual que ahora, Puigdemont puso tierra de por medio. Y sin tampoco dar explicaciones a nadie antes de emprender la fuga. Así, en el muy festivo y esperado 1992, el joven periodista Carles Puigdemont, que había logrado alcanzar el puesto de redactor jefe del diario El Punt, todo un éxito profesional para un treintañero sin ningún tipo de formación universitaria, adoptó al súbito modo la extraña decisión de abandonar su empleo para residir durante una larga temporada lejos de nuestras fronteras. En el currículum oficial del ex presidente de la Generalitat se hace alusión al inopinado paréntesis calificándolo de "año sabático". Por aquel entonces, un infiltrado en Terra Lliure, cierto Josep Maria Aloy, informante que había sido captado por el legendario agente del Cesid Mikel Lejarza, el antiguo miembro de ETA conocido por Lobo, sembraba el pánico en el entorno de la banda. Las detenciones de militantes eran continuas. Los interrogatorios, duros. La desconfianza, total. Nadie se fiaba de nadie. Mientras las sospechas de la dirección de Terra Lliure no recayeron sobre su persona, los precisos datos que Aloy hacía llegar a la Policía sembraron la zozobra no sólo entre los comandos, sino también en el poroso entramado de simpatizantes que les proveía de cobertura tanto material y logística como política. Casualidad o no, justo ese fue el momento en el que decidió marcharse al extranjero. | JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ