El narcisismo independentista es autista. No oye ni ve otra cosa que a sí mismo. Henchido de prisa y de épica ha tomado el atajo para romper la legalidad existente e imponer la suya. Su infantil excusa siempre es la misma: la vía legal es larga, difícil y no garantiza que nos salgamos con la nuestra. Necios. Si en 1975 hubiésemos pensado así, la transición pacífica de una dictadura a una democracia -probablemente lo más difícil en el arte de la política- no se hubiera producido. No por lo menos de una manera tan sensata y ejemplar.
Si los independentistas rompen la legalidad es, simplemente, porque quieren. Ayer, el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, les reiteró lo obvio y que ellos, románticamente impermeables a la razón, siempre ignoran:
"...el acatamiento a la Constitución no implica, en modo alguno, que esta sea una ley perpetua o que pretenda serlo. En absoluto. Todas y cada una de sus determinaciones, incluidos sus preceptos más esenciales, pueden ser modificadas. Y esa aspiración es legítima, está reconocida y está amparada por la propia norma. La Constitución se puede modificar, pero solo a través de las reglas y de los procedimientos previstos para ello; nunca mediante la desobediencia o la imposición antidemocrática e ilegal."Para un demócrata ese es el único camino posible y deseable. Pero para ellos, no. Para ellos romper la legalidad es un valor en sí mismo. Es casi un imperativo moral. Forma parte de los 'genes', del ADN ideológico del nacionalismo supremacista y del izquierdismo comunistoide. Esta gente, cuándo se llena la boca de democracia, cuando pide más democracia, no está hablando de nuestra democracia, de la democracia liberal y representativa. Habla de la democracia popular, directa, corporativa, orgánica... Es decir, de su caricatura.
Una caricatura que, como la esperpéntica entrada de Tejero el 23-F en el Congreso de los Diputados, se ha desarrollado como un reality show en el Parlament ante los ojos de todo el mundo. Todos hemos podido ver en directo como los supuestos demócratas no han dudado en utilizar cualquier medio para alcanzar sus fines. En los dos días en que pretendían cambiar el mundo lo único que han hecho es cargarse el autogobierno de Cataluña, la dignidad de sus instituciones y los derechos de sus ciudadanos.
Puigdemont ha consumado, sobre el papel, su golpe de estado. Ha delinquido. Y con él, muchos otros cargos políticos de Cataluña. Ahora le toca a la Justicia y a la policía detener el delito. Y preventivamente detener a los delincuentes, puesto que ya han dicho que se declaran en rebeldía.
Puede que no sea fácil. Puede que algunos alocados intenten impedirlo. Pero, sea como fuere, los golpistas deben ser llevados ante la Justicia, dónde serán juzgados con todas las garantías que ellos tan vergonzosamente han negado a los diputados de la oposición.