Qué importante y terrible es esto:— Cayetana Alvarez de Toledo (@cayetanaAT) October 25, 2018
Donald Trump says "I’m a nationalist, use that word". https://t.co/2w0ccVmqdY
¿Tan sorprendente es que Donald Trump haya dicho en un mitín en Texas que es nacionalista? ¿No lo sabíamos ya desde que lanzó su exitosa campaña presidencial con los eslóganes 'América primero' y 'Haz que América sea grande otra vez'? Lo único realmente sorprendente es que no lo haya dicho antes.
En ese mitín, Trump dijo textualmente: 'Sabéis lo que es un globalista, ¿verdad? Un globalista es una persona que quiere que el mundo vaya bien, francamente, sin preocuparse mucho por nuestro país. ¿Sabéis que? Soy un nacionalista. Usad esa palabra'. Con esta frase Trump definió su nacionalismo: se puede querer que el mundo vaya bien siempre que uno no se olvide de su casa.
Hasta hace poco, gran parte de la izquierda era antiglobalista. En su proverbial miopía ideológica, acusaba a la globalización, que tan enormes beneficios ha dado a la humanidad, de ser perjudicial para los trabajadores del tercer mundo sin ver que los perjudicados no estaban tanto en la China o Bangladesh como en las tripas de Estados Unidos y Europa. Minorias perjudicadas a las que, como daños colaterales, primero ignoraron y después vilipendiaron -por ser hombres, blancos, obreros integrados, incultos, machistas, alcohólicos, brutos y violentos- hasta que Trump les tiró un capote y se los ganó para su ejército electoral.
El problema no es Trump sino el monstruo ficticio que han creado de él. Contra Trump todo vale, incluído que el fin justifique los medios. En lugar de aceptar a Trump como legítimo adversario político, por muy alejado que esté de nuestras convicciones ideológicas, se le ha convertido en fetiche de todos los males del mundo. Cada vez que dice o hace algo en su brusca tosquedad, un ejército universal de plañideras se desgañita y se rasga las vestiduras ante los ávidos focos de la televisión global.
Trump es el referente del mal, la encarnación del demonio del populismo, ese cajón de sastre en donde metemos todo aquello que no encaja en nuestra concepción políticamente correcta del mundo y la sociedad. Así, lo peor de Bolsonaro o Puigdemont es que se parezcan a Trump y no que el primero planificase acciones terroristas cuando era militar o que el segundo encabezase un intento de golpe de estado. Identificar a Bolsonaro y Puigdemont con Trump pretende ser un insulto, pero poner a Trump al nivel de Bolsonaro o Puigdemont es una calumnia. Guste o no, el elefante rubio de la Casa Blanca no ha desobedecido a los tribunales, no ha roto la legalidad y ni mucho menos ha violado la Constitución.
Sí, el nacionalismo no es de fiar. Pero como dice Fernando Savater, 'es un narcisismo colectivo que puede ser leve y hasta simpático' siempre y cuando no se convierta en agresivo pretendiendo escindir o anexionar territorios mediante el enfrentamiento con la propia sociedad o con la de otro Estado.
El nacionalismo de Trump, a día de hoy, es politicamente leve, mientras que el de Puigdemont es delictivamente grave. Sin embargo, para el funesto Gobierno socialista de Pedro Sánchez y sus deplorables aliados Trump es el avezado delincuente y Puigdemont un incauto niño travieso.