"No detesto mi juventud, pero no sería mi conciencia adolescente, por cierto, aquello a lo que recurriría para hacer frente a las exigencias del ahora. El adolescente es el ser de la mirada clara, de la voz vibrante, del rostro grave, que sólo ve escándalos allí donde hay problemas o dilemas, y líneas rectas allí donde hay encrucijadas. Para él, a quien el egoísmo lo asquea, la política se confunde con la moral, y la propia moral se reduce al combate con el Dragón. Sin embargo, las situaciones reales surgen más a menudo de la alternativa corneliana que de la venganza del conde de Montecristo, y la moral no es difícil porque no opone al Bien y a la Bestia, sino que consiste, como dice Renaud Camus, en elegir o intentar una improbable síntesis entre un bien y otro bien. La democratización del lujo es un bien, pero al mismo tiempo lo es la preservación del mundo. La familia es un bien, así como la emancipación de las mujeres. El Estado benefactor y la cohesión nacional son bienes, pero la hospitalidad nos requiere igualmente... ¿A qué santo encomendarse? ¿Qué hacer cuando el deber da órdenes contradictorias o surge de varios lados a la vez? La adolescencia huye de ese rompecabezas ético en la abstracción exaltada de un universo de reemplazo, donde todo el sufrimiento de los hombres es producto de la política de los malvados. Salir de la adolescencia es, pues, ya no tener necesidad de un sinvergüenza para encarnar la parte mala de la Historia: la gravedad juvenil deja lugar no a la frivolidad o al magisterio, por cierto, sino a la dificultad y a la pasión por comprender. Pasión que se manifiesta hasta en situaciones extremas: "Que el lector cierre aquí el libro si espera una acusación política -escribe Solzhenitsin en El archipiélago Gulag-. ¡Ah, si las cosas fueran tan simples, si en alguna parte hubiera hombres de alma negra que se entregaran pérfidamente a oscuras acciones, y si se tratara solamente de distinguirlos de los otros, y de suprimirlos! Pero la línea divisoria entre el bien y el mal pasa por el corazón de cada hombre. ¿Y quién destruirá un trozo de su propio corazón?"
Alain Finkielkraut y Peter Sloterdijk, "Los latidos del mundo"
Vía: El Mundo por dentro | @ferrancab
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