Alexis de Tocqueville dijo que la libertad de expresión es tan importante que hay que tolerar sus excesos. Sin embargo, el poder que tienen hoy los medios de comunicación -los convencionales y las redes sociales- es algo mucho peor que un exceso. Es la pena de muerte civil -cuando no física- para todos aquellos que son víctimas de su voracidad.
La democracia se fundamenta en la limitación de los poderes y en el equilibrio entre los mismos, ya sean poderes institucionales o contrapoderes. Con las nuevas tecnologías, los medios se han convertido en un poder orwelliano omnipresente, especialmente en las redes sociales en las que ni siquiera existen los frenos y la contención que establece la muy deteriorada ética de la profesión periodística.
El periodismo moderno, que avala en la práctica la confusión entre hechos y opiniones tras haber decretado la muerte de la objetividad factual, es fundamentalmente de izquierdas. La derecha mediática es minoritaria, por no decir residual. Lo mismo que pasa en la ciencia, que es actualmente territorio comanche para la derecha. Es por ello que, tanto en la ciencia como el periodismo, hablar de la amenaza conservadora es irrelevante ya que no tiene impacto significativo alguno.
Los problemas de credibilidad del periodismo tienen su orígen en su deriva izquierdista, como los tuvo por su sumisión a la derecha, forzada o complaciente, durante la dictadura. Hay que volver al deslinde clásico entre información (hechos) y opinión (interpretación). Hay que garantizar, si hace falta penalmente, la presunción de inocencia de cualquier ciudadano, sea cual sea su posición social o institucional. Hay que dejar de confundir la libertad de expresión, con todos sus legítimos excesos, del derecho a la información -a una información veraz, contrastada y no ideológica- que es un derecho de los ciudadanos y no un privilegio de los periodistas.
Reconozco, como periodista, que eso es más fácil decirlo que hacerlo. Pero es necesario y urgente abordarlo sin mayores dilaciones. El linchamiento mediático del adversario político, convertido en enemigo, debe terminar. O los medios revisan sus códigos deontológicos y los aplican a rajatabla o el Estado -del que soy tan poco amigo- debe legislar al respecto. Sin miedo y sin complejos. Lo que está en juego no es la libertad de expresión e información, como dirán a coro los supuestos afectados, sino el derecho de los ciudadanos a no ser juzgados y sentenciados por una Inquisición mediática, siempre impune y con más privilegios que los aforados políticos a los que tanto critican.
No todo vale para tener más audiencia o para hacer la revolución.
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