Tras leer mi último artículo en estas páginas, Luis Garicano puso el siguiente tuit: «Mucho cuidado. Empieza la campaña para conseguir la impunidad por el caso de corrupción más grave de la democracia». Su valoración del caso Lezo como el peor desde la muerte de Franco, por encima de Filesa, Roldán, Ibercorp, KIO, Rumasa, ERE, Gürtel o cualitativamente Pujol, no me sorprendió. La actualidad es un narcótico: impone su agenda, adormece la memoria, favorece la exageración. Lo que me llamó la atención fue que Garicano -economista, hombre racional, partidario del sometimiento de la política a los procedimientos y conclusiones de la ciencia, ¡consejero de Euromind!- convirtiese una defensa de las garantías procesales en un sórdido y, ojo, delictivo intento de encubrimiento. Es decir, que incurriese en el típico proceso de intenciones en el que anida el gusano populista. Como un Iglesias o un Sánchez cualquiera. Y pensé: estamos peor de lo que creíamos.
(...)
La indefensión de un investigado alcanza hoy niveles impropios de un Estado de Derecho. Está ciego. Su abogado no tiene acceso al sumario. No sabe de qué se le acusa. No puede preparar su defensa ni ofrecer su versión a los medios. Sin embargo, día a día, ve cómo su nombre acapara titulares. Cómo la opinión pública dicta sentencia. Y así durante meses, mientras el juez prorroga el secreto del sumario. Para cuando llega al banquillo, ya está desahuciado. Aunque el tribunal fuera impermeable al mundo exterior y dictase su absolución. Así le ocurrió, entre tantos otros, a Francisco Camps, al que el diario El País sigue citando como paradigma de la corrupción.
Es cierto que el Código Penal castiga a los jueces, fiscales o funcionarios que filtren datos de un sumario. Incluso con pena de prisión. ¿Pero alguien es capaz de ponerle cara o nombre a un filtrador? ¿Cuántos han sido condenados? «Casi cero», en desolada expresión de un catedrático de Procesal. La porosidad de los juzgados, camarotes de los hermanos Marx, no facilita la identificación de los culpables. Pero tampoco hay voluntad. La impunidad nace también de la convicción. Los hipócritas claman contra los filtradores con la boca pequeña. Porque la filtración es un negocio. Desde luego político y a veces también económico. Y porque en los juzgados impera una práctica habitual entre nuestras élites: la irresponsabilidad.
Es curioso. Ahora que está tan de moda exigir a los dirigentes políticos que asuman su responsabilidad in vigilando sobre la conducta de miles de cargos públicos, nadie exige a los jueces que asuman la suya sobre los delitos cometidos entre un puñado de colaboradores. En Estados Unidos y Reino Unido se han disuelto jurados y se han anulado juicios por la contaminación mediática. Aquí no pasa nada.
Tampoco los medios han sido proclives a asumir su responsabilidad ante ciudadanos inocentes. La jurisprudencia, subrayan, les protege. Y es cierto. Pero para un buen periodista, qué triste consuelo. La utilización de material robado a sabiendas; la divulgación de datos fiscales -Aznar, Aguirre, ahora Bardem-; la vulneración del derecho a la intimidad mediante la publicación de conversaciones sin interés para la causa... España se ha convertido en un tabloide. En cambio, el país que los inventó (y quizá precisamente por ello) ha escogido un camino distinto. En Gran Bretaña rige desde 1981 el Contempt of Court Act, según el cual un medio puede ser castigado por contribuir a un juicio paralelo o publicar una información sujeta a secreto. ¿Vamos a acusar por ello a los británicos de laxitud ante la corrupción o de insensibilidad hacia la libertad de prensa? | CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO
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