El futuro de Europa se juega (ahora) en Cataluña
LIBÉRATION | Maxime Fourest
Después de la crisis del euro, la guerra en Ucrania, el Brexit y las derivas de Hungría y Polonia, Europa se enfrenta a una nueva crisis que amenaza la existencia del proyecto de seguridad -física, material, legal y, en cierta medida, social- que es el proyecto comunitario: el desafío lanzado a la democracia española por el separatismo catalán. Frente a la amplia avenida concedida a la presentación de la narrativa separatista en los principales medios de comunicación europeos, frente a la pusilanimidad de las llamadas al "diálogo" o al silencio ensordecedor de las instituciones comunitarias y de los gobiernos de los Estados miembros de la UE, se precisa un esfuerzo pedagógico a diez días de un referéndum ilegal de importancia trascendente.
El relato separatista se basa en un nacionalismo obtuso y excluyente.
Cualquier narrativa nacional es una gesta histórica, y la de Cataluña no carece de hechos de gran calado: a la lejana memoria de unos poderosos condados se añade la más reciente de la gallarda resistencia del pueblo catalán al fascismo durante la Guerra Civil, a la que George Orwell rindió un poderoso homenaje.
Y aunque la región se ha afirmado como el laboratorio de la modernidad industrial, política, social y cultural en España desde la segunda mitad del siglo XIX, debe reconocerse que ello se debe en parte al surgimiento de una conciencia nacional propia, de esencia elitista, como en la mayoría de los nacionalismos, pero socialmente progresista.
La contribución de Cataluña a la transición democrática también habrá sido esencial, y basta con volver a leer las páginas dedicadas por el madrileño Jorge Semprún a su emoción en la primera "Diada" autorizada en 1977 para entender que la recuperación por los catalanes del derecho a su cultura fue una conquista para todos los demócratas españoles.
Y sin embargo, el storytelling hábilmente desplegado por el campo separatista está a mil leguas de ese movimiento cultural democrático, europeo y abierto. En su lugar encontramos, repetidos como un mantra, todos los clichés del nacionalismo más obtuso teñidos de racismo, desprecio de clase, o incluso una forma de supremacismo cultural: por un lado, "nosotros", un pueblo educado, trabajador, progresista, honesto, republicano y europeo. Enfrente, "ellos", una canallesca ibérica retrógrada, perezosa y corrupta, adscrita a una monarquía pauperizada por los escándalos y permanentemente rezagada en el calendario europeo.
A todo esto no sirve de nada oponer la "catalanización", esto es, la europeización de la sociedad española en su conjunto desde la muerte de Franco, ni el hecho de que algunos de los casos de corrupción más sangrantes de los últimos años afecten precisamente al nacionalismo catalán más acendrado, cuya conversión al separatismo coincide con su frecuentación de los tribunales españoles...
En esta historia que suma uno tras otro los hechos alternativos, el "Espanya ens roba" y el activismo de los tribunales españoles en materia de corrupción política son sólo el reflejo ora de una corrupción generalizada ora de una persecución de los patriotas catalanes.
El inmovilismo de Mariano Rajoy no es la causa principal del estancamiento político.
Este relato tiene ciertamente un aliado "objetivo" en la persona de Mariano Rajoy. En el poder desde 2011, el jefe de gobierno, del Partido Popular, ha sobrevivido a los repetidos escándalos que han salpicado su gestión, así como a dos elecciones generales que han conmocionado el bipartidismo español, pero sin lograr hacerle perder la silla de la Moncloa. Su pintoresco estatismo habrá contribuido a acentuar la gravedad de la crisis abierta con Barcelona, al privarle de toda salida política. Por otra parte, es grande la tentación de hacer del recurso de inconstitucionalidad del PP, entonces en la oposición, contra es nuevo Estatut de Cataluña aprobado por referéndum en 2006, el gran pecado que abrió el camino a la secesión unilateral. Pero aparte del hecho de que más del 90% del Estatut fue avalado por el Tribunal Constitucional (14 artículos censurados de 223), los elementos cuestionados se centraron principalmente en el reconocimiento irrebatible de una nación catalana con una primacía lingüística y unos derechos que invadían en gran medida las competencias estatales y que fueron de hecho el casus belli constitucional, incluso en un estado, de facto, federal como el español.
Si muy probablemente fue un error político funesto, el recurso contra el Estatut no legitima en nada al gobierno catalán actual en su precipitada fuga hacia delante al margen de todo marco legal y sin ningún mandato político unívoco.
Todo ello paga el precio de una viva polarización dentro de la sociedad catalana, con toda una generación de hijos de emigrantes que han basado su ascenso social en la promesa de una identidad tipo "muñeca rusa": catalana, española, europea.
El desafío separatista es pues un asunto europeo. Del resultado de esta crisis depende mecánicamente el futuro de Europa en su conjunto.
Que una región pueda ejercer el derecho a la libre determinación unilateralmente, en el contexto del Estado de Derecho, algo propio de los pueblos bajo dominio colonial o imperialista, es el fin de la intangibilidad de las fronteras establecidas con un alto precio de sangre.
Que un solo orden constitucional -húngaro, polaco u hoy español- sea derrocado por la subversión de las normas democráticas en favor de un partido o coalición hegemónica y mesiánica, es el obituario de Europa como un área basada en la separación de poderes y la jerarquía de la norma.
Que un nacionalismo obtuso, excluyente y que articula un relato histórico alternativo triunfe de nuevo hará que el estatus de los hechos (políticos, históricos, jurídicos o sociales) mengüe en favor de las virtudes taumatúrgicas y demiúrgicas del relato al uso para las masas.
Frente a estos riesgos que nuestros gobiernos penan en calibrar, se entiende el dilema que arrostra el gobierno del Partido Popular: entre la impotencia (a falta de una legitimidad absoluta para ejercer todo el rigor de la ley para proteger los derechos de todos los españoles, catalanes incluidos) y la miel sobre hojuelas ofrecida al campo separatista por la imagen de unas urnas y unas papeletas requisadas por la Guardia Civil ...
En este sentido, el derrotismo que despunta en una sociedad dividida y maniatada por su historia de paz civil, frente al carácter irreversible del desafío separatista, es un presagio muy oscuro para Europa".
Maxime Fourest es profesor-investigador en Sciences-Po (OFCE, Cevipof) y especialista en temas europeos.
Artículo original en francés, aquí
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Catalonia’s unconstitutional means to an undesirable end
There are better ways than a referendum to address the region’s legitimate grievances
THE ECONOMIST
SPAIN has known tumultuous times: civil war in the 1930s, dictatorship until 1975, a failed coup in 1981, a financial and economic crash in 2008-13, and terrorism of the nationalist and jihadist sorts. Now it faces a constitutional crisis that threatens its unity. The Catalan government plans to hold a “binding” referendum on independence on October 1st. If a majority votes yes—regardless of the turnout—then Carles Puigdemont, the Catalan president, will unilaterally declare independence. The Spanish constitutional court has declared the vote illegal, and the conservative government of Mariano Rajoy has taken control of the region’s finances to try to block the ballot. The Guardia Civil has raided Catalan government offices and a private delivery firm to seize posters and ballot papers, and arrested at least 12 officials. The Catalan government has called for “peaceful resistance”.
The crisis is snowballing into a serious threat to Spain’s democracy. Solving it sensitively matters to the rest of Europe. The precedent set in Catalonia will affect other would-be separatists, from Scotland to the Donbas region of Ukraine.
Catalonia enjoys a standard of living higher than the average in both Spain and the European Union and more self-government than almost any other region in Europe, including powers to protect the Catalan language. It is, to outward appearances, a lovely and successful place. Yet a majority of Catalans are unhappy with their lot, feeling that Spain takes too much of their money and fails to accord respect to their identity (see article). Mr Rajoy has been wrong to assume that time and economic recovery would cure Catalans’ discontent. The Spanish constitution, adopted by referendum in 1978—and backed almost unanimously in Catalonia—proclaims the country’s “indissoluble unity”. It vests sovereignty in the Spanish people as a whole, not in the inhabitants of its constituent parts. The Catalan government claims the right to self-determination. But international law recognises this only in cases of colonialism, foreign invasion or gross discrimination and abuse of human rights. These arguably do apply to the Kurds, who are planning to hold a disputed referendum on secession from Iraq on September 25th (see article). Catalonia, however, hardly counts as colonised, occupied or oppressed. Many Spaniards worry that its secession could swiftly be followed by that of the Basque country. If the rule of law is to mean anything, the constitution should be upheld. Mr Puigdemont should thus step back from his reckless referendum. Opponents are unlikely to turn out, so any yes vote he obtains will be questionable, not just legally but politically. That said, by playing cat-and-mouse with ballot boxes Mr Rajoy has needlessly given Mr Puigdemont a propaganda victory. A big majority of Mr Rajoy’s voters in the rest of Spain support him in part because he refuses to yield to Catalan nationalism. But something important is wrong in Spain, and it is his duty to try to fix it.
Democracy requires consent as well as the rule of law. Constitutional change, especially the right to break away, should be difficult—but not impossible. In Scotland and Quebec, allowing people to have a say did not lead to breakaway. Mr Rajoy should be less defensive: he should now seek to negotiate a new settlement with Catalonia, while also offering to rewrite the constitution to allow referendums on secession, but only with a clear majority on a high turnout.
Damage to Catalonia Many Catalans want the right to decide, but polls suggest that only around 40% want independence. Most would probably be satisfied with a new deal that gave them clearer powers, let them keep more of their money and symbolically recognised their sense of nationhood. The tragedy is that neither Mr Puigdemont nor Mr Rajoy seems interested in putting such an offer on the table.
This article appeared in the Leaders section of the print edition under the headline "The Catalan question"
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