La subida de la “tasa carbono” en la gasolina, el fuel y el diésel impuesta por Macron este otoño ha sido la gota que ha desbordado la paciencia de aquellos que viven en la Francia periférica y el coche es parte imprescindible de su vida y su trabajo.
El descontento se había ido acumulando con el rosario de medidas punitivas que el gobierno de París ha adoptado desde la pasada primavera: limitación de la velocidad a 80km/hora en todas las carreteras secundarias; multiplicación de coches radar de gestión privatizada o la drástica pérdida de puntos del carnet de conducir por acciones difícilmente objetivables. Toda una declaración de guerra al coche.
La mitad de esas medidas encarecen directamente el trabajo y reducen la productividad de aquellos que dependen económicamente del coche y de la carretera. Es por ello que han dicho basta. Se han rebelado contra una élite dirigente a la que ven más preocupada por el supuesto fin del mundo que por el fin de mes de muchos de sus ciudadanos [1].
Los chalecos amarillos, como los 'deplorables' estadounidenses, son las 'víctimas colaterales' de una globalización exitosa que en 20 años ha reducido a la mitad la pobreza en el mundo, pero que ha condenado a la obsolescencia a diferentes grupos sociales en el interior de las sociedades desarrolladas sin que las élites globalistas les hayan ofrecido nada a cambio.
Ignorados y muy a menudo despreciados por no 'entender' hacia dónde camina el mundo, han buscado protección en la soberanía nacional, en el viejo estado-nación que permitió el nacimiento y desarrollo de la democracia representativa y que todavía sigue siendo el único con capacidad suficiente para ejercerla y preservarla.En ese camino, los 'gilets jaunes' han atraído a los extremistas de derecha e izquierda, melenchonistas y lepenistas, que intentan, a través de la violencia y la demagogia, dar 'contenido revolucionario' a la revuelta colando como programa reivindicativo del movimiento sus respectivos programas ideológicos. Programa surrealista que pretenden ofrecer una supuesta alternativa a todos los que no están dispuestos a 'someterse al modelo económico y cultural que los excluye'.
Su revuelta, sin embargo, ha puesto boca arriba la cara fracasada de la globalización: su incapacidad para dotarse de organismos e instituciones democráticas que la gestionen, sujetas al control permanente de la ciudadanía.
- 1/ Elegir ser un país globalizado económicamente con una democracia a nivel global pero tendremos que sacrificar parte de nuestra soberanía nacional.
- 2/ Conservar plenamente nuestra soberanía nacional y democracia interna pero sin integrarnos plenamente en la globalización.
- 3/ Adherirnos a la globalización, mantener nuestra autonomía nacional pero sacrificar la democracia interna.
El intento más elaborado hasta hoy de institucionalizar una gobernanza supranacional es la Unión Europea. Sin embargo, 61 años después de la firma del Tratado de Roma el proyecto europeo sigue sin alcanzar techo y poner bandera, está atascado y con socios que lo abandonan. Tal vez para la historia 61 años no sean nada, pero para la generación que puso sus esperanzas en la unidad europea empiezan a ser demasiados.
Estancada en un limbo semi democrático, la UE no ha logrado -en palabras de Ralf Dahrendorf- igualar al Estado-nación 'como unidad relevante de pertenencia y participación cívica para la mayoría' de los europeos y 'como espacio político en el que prospera la constitución de la libertad'.
Un limbo que se hizo más evidente que nunca durante la gran recesión. Las políticas de austeridad -correctas o no- fueron impuestas por organismos, funcionarios o líderes que no habían sido elegidos ni podían ser destituidos por los ciudadanos, ya que no respondían ante ellos. Para muchos griegos o españoles la percepción fue que las medidas impuestas, si bien decididas legalmente, no lo fueron por representantes políticos bajo su control sino por Angela Merkel, canciller de otra nación.
Algo parecido ha pasado con la crisis de los inmigrantes y refugiados. La ausencia de una política común sujeta al control democrático de la ciudadanía dejó a su suerte a los Estados con fronteras exteriores o de tránsito. Y cuando éstos adoptaron medidas propias que no eran del agrado de las élites, fueron atacados y amenazados de sanción. Otra vez, organismos, funcionarios o líderes que no responden directamente al control democrático de la ciudadanía afectada, deciden sin que ésta pueda pasarles factura.
No sorprende, pues, el repliegue nacional de muchos europeos. Una opción política legítima que se puede compartir en todo, en parte o en nada, pero que nunca debería haber sido criminalizada. Uno de cada cuatro europeos vota por partidos populistas, la gran mayoría de los cuales no forman parte de ninguna conspiración alt-right orquestrada por el nativista conservador estadounidense Steve Bannon.
Confundir las opciones nacional-conservadoras con el nacionalismo identitario y supremacista -que existe y pulula tan peligrosamente como el populismo neocomunista- es una mentira deliberada de los medios y las élites políticamente correctas que, convencidos de su superioridad moral y política, se creen con el derecho a dar o quitar certificados de demócrata o de extrema derecha a todo aquél que los cuestiona.
Trump, el Brexit o las democracias iliberales son ante todo 'el resultado de la falta de honestidad de políticos centristas que no se han enfrentado a las implicaciones del trilema. Les dijeron a sus votantes que podrían perseguir la hiperglobalización sin abandonar la soberanía o la rendición de cuentas democrática. En definitiva, les contaron a sus votantes que podrían comerse su pastel sin dejar de tenerlo. Como dijo una vez un antiguo ministro de economía de la eurozona, los populistas de hoy son los únicos que están contando la verdad sobre el trilema. [2]
La política de gritar '¡que viene el lobo!' y no hacer nada es suicida para la UE. Europa debería reforzar 'la integración política y fiscal hasta un punto donde cada región se convierta en una cuasi-federación. Este era el sueño que tuvieron los padres fundadores de la Unión Europea. Sin embargo, este sueño se ha dado de bruces contra la mala gestión de la crisis del euro. A día de hoy, la política está empujando por más descentralización en vez de por más integración. Será difícil mantener la unión económica sin acercarse a la unión política'. [3]
Ante el trilema de Rodrik, el mundo se ha ido posicionando. China ha elegido la tercera opción: adherirse a la globalización y mantener la autonomía nacional sacrificando la democracia interna. Los EEUU de Trump han elegido la segunda: conservar plenamente la soberanía nacional y la democracia interna pero sin integrarse totalmente en la globalización. Y la Unión Europea, especialmente tras ver las graves consecuencias que acarrea el Brexit, debería elegir sin más dilaciones la primera opción: una unión globalizada económicamente y plenamente democrática sacrificando parcialmente las soberanías nacionales que la conforman.
Que la 'tasa carbono' o las políticas de '¡que viene el lobo!' no lo saboteen.
THE CATALAN ANALYST
[1] Antón Uriarte
[2] [3] Dani Rodrik
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