Muchos se preguntan ¿por qué la izquierda radical y la socialdemocracia radicalizada está dispuesta no solo a reducir las condenas sino a rebajar e incluso suprimir tipos penales por los que han sido condenados los políticos catalanes? ¿Por empatía? Tal vez, pero sobre todo por precaución. La vía de la izquierda radical para tomar el poder es la misma que ha seguido el independentismo catalán. Simplemente la quiere transitar sin sufrir las mismas consecuencias.
La vía leninista hace tiempo que dejó de servir para la conquista del poder; como mucho es una reliquia ideológica para babeo de pijo marxistas. Es sobre la piedra del renegado Kautsky y las encíclicas carcelarias de Gramsci que la izquierda ha edificado su nueva iglesia: una democracia iliberal en la que el poder político esté apenas sujeto a la ley y permita imponer sin restricciones la 'voluntad política' de la simple mayoría parlamentaria.
Recupero a continuación un artículo en el que desarrollé esta idea en base a la experiencia de la 'vía chilena al socialismo' y que publiqué aquí hace dos años:
La 'vía democrática a la independencia', como en su día 'la vía democrática al socialismo', no son más que eufemismos de vías no armadas al golpe de Estado. No armadas porque se llega al poder a través de las urnas sin recurrir a la violencia insurreccional o revolucionaria. Y golpe de Estado porque la magnitud y la naturaleza de las transformaciones emprendidas desde el Gobierno no pueden llevarse a cabo sin quebrantar, tarde o temprano, el sistema legal y constitucional del Estado democrático de derecho.
Eso es lo que pasó en Chile en 1970. Durante casi tres años y con solo el 36% de los votos, Salvador Allende forzó y violentó sistemáticamente las leyes y la Constitución para imponer un Estado socialista. El 22 de agosto de 1973, la Cámara de Diputados chilena aprobó por 81 votos contra 47 la Declaración de quiebra de la democracia. Un dramático S.O.S. pidiendo a todas las instituciones del Estado la restauración de la legalidad constitucional. Los izquierdistas se negaron y Pinochet aprovechó la ocasión no para restaurar el orden democrático sino para instaurar un régimen militar encabezado por él.
El drama chileno llevó a Enrico Berlinguer, entonces secretario general del Partido Comunista Italiano y líder 'in pectore' del eurocomunismo, a formular su famoso 'compromiso histórico', que entendía que los grandes cambios políticos y legislativos no podían hacerse unilateralmente, con mayorías simples y vulnerando la legalidad democrática, sino con grandes consensos y con compromisos estratégicos -en ese momento con la Democracia Cristiana- que permitiesen realizar cambios profundos sin romper las reglas del juego, evitando la violencia o la guerra civil.
En los últimos años, con el comunismo yaciendo en el basurero de la historia, el nacionalismo catalán, aparentemente situado en las antípodas ideológicas del marxismo-leninismo, resucitó la vía chilena con el objetivo de instaurar no el estado de clase sino un estado independiente. Inmunes a las lecciones de la historia, optaron por el camino golpista de Allende en lugar de por la sensata racionalidad democrática de Berlinguer.
A partir del 19 de diciembre de 2012, cuando Artur Mas y Oriol Junqueras firman el 'Acuerdo para la Transición Nacional', el nacionalismo catalán suelta amarras y emprende el camino a la secesión unilateral del Estado español. Los líderes nacionalistas de CDC, después de más de 20 años gobernando Cataluña y atrapados por la corrupción del 3%, parecen tener mucha prisa en lograr la independencia. Durante cinco años, violentan la legalidad una y otra vez. Y una y otra vez los Tribunales les tumban la mayor parte de sus decisiones. Pero ellos siguen adelante, sin reconocer otra autoridad que la suya propia.
Este proceso de forzar la legalidad llegó a su cenit el pasado mes de septiembre al aprobar el Parlament, vulnerando su propio reglamento y los derechos de la oposición, las leyes de desconexión del Estado español, con lo que la Generalitat se situó por completo fuera de la legalidad democrática, de la Constitución y del Estatuto. A esas leyes le siguió la celebración de un referéndum ilegal el 1-O y una declaración de Independencia de la República Catalana. Ante estos flagrantes delitos la Justicia actuó, como no podía ser de otra manera en un Estado de Derecho.
Como escribe Roger Senserrich, 'La prioridad de Llarena no es defender “la unidad de España”; es defender mi derecho, y el de la mitad larga de la población catalana, a que la decisión más importante sobre el futuro de mi país no sea tomada por las bravas en un pleno parlamentario grotesco con una mayoría minúscula. El Tribunal Supremo no os oprime; me está protegiendo de vosotros (...) La voluntad de algo menos de la mitad de los catalanes es la secesión; la voluntad de algo más de la mitad de estos es seguir en España. El juez está metiendo a gente en la cárcel porque los primeros estaban imponiendo a los segundos sus ideas desde las instituciones, sin el más mínimo respeto al estado de derecho'.
El nacionalismo catalán -como ha evidenciado esa vergüenza ajena que es el presidente del Parlament, Roger Torrent- ignora que las Constituciones se crearon para limitar el poder de la mayoría, para someter al poder político a la ley y al derecho. Es por eso que no entienden que un juez pueda anular cualquier disposición, decreto o ley, ya sea aprobada por un presidente, un gobierno, un parlamento o por un referéndum, si es contraria, en todo o en parte, a la legalidad y a los preceptos constitucionales.
El nacionalismo se cree con el derecho a romper la legalidad si esta le impide alcanzar sus objetivos. Ese es el motivo por el que la izquierda radical apoya la impunidad legal de los políticos secesionistas. Hoy por ti, mañana por mi. Y es por eso que, una vez llegados al punto de ruptura, la vía democrática deja de serlo y se convierte en violencia. Esa violencia en la que Marx veía a la partera de la historia y estos ven la estelada como bandera 194 de las Naciones Unidas.
Cataluña se encaminó a la secesión sin que nadie supiera o quisiera impedirlo. Cataluña se encamina ahora a una guerra civil sin que tampoco nadie quiera o sepa evitarlo. El constitucionalismo ha dado prematuramente por muerto el 'procés', pero la serpiente ya ha salido del huevo. Algunos confían en que la 'lúcida cobardía' del pueblo catalán lo impida, pero una guerra civil es ante todo una guerra de retaguardia, una guerra de ajustes de cuentas, de delaciones, de odio y de chekas. Y ese clima guerracivilista ya ha eclosionado en Cataluña.
Como dice Miquel Giménez: 'negar la evidencia es también un síntoma de guerra civil, porque de todos es sabido que la primera víctima en cualquier guerra es la verdad. Los Mossos heridos son guerra civil. Las piedras, pintura, salfumán, botes de humo, lejía, palos, sillas de las terrazas, incluso algunos extintores que les arrojaron, son guerra civil. Los conductores intimidados por piquetes de cafres que cortan el tráfico y toman las matrículas de aquellos que no secundan, amenazándolos con gritos de “Sabemos quién eres, ya te pillaremos, hijo de puta”, son guerra civil. Los Mossos separatistas como el que participaba en las agresiones contra la policía autonómica, son guerra civil. TV3, dando todo el día consignas acerca de los sitios donde existen tumultos, casi invitando a la gente para que se sume, informando sesgadamente, lanzado soflamas en favor de los sublevados presos o detenidos, es guerra civil'.
¿Por qué se ha llegado a esto? La respuesta ahora es evidente: porque cuando el independentismo eligió hace cinco años la vía chilena al golpe de Estado nadie se lo tomó en serio ni nadie les plantó cara. Salvo gloriosas excepciones, entonces muy minoritarias. Se ha llegado a esto porque el iluminado de Puigdemont quiso ser Allende y no Berlinguer y nadie le paró los pies.
JOSEP M. FÀBREGAS
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