dilluns, 13 de gener del 2020

Muere Roger Scruton, el filósofo conservador más influyente desde Edmund Burke








Los conservadores y la revolución
por Álvaro Delgado-Gal

La Revolución Francesa ha generado hechos diversos, unos más notorios que otros. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, La Marsellesa, la escarapela tricolor o el asalto a la Bastilla forman parte del repertorio que los niños aprenden en las escuelas o el cine escenifica en la pantalla. Pero hay un segundo lado. La Revolución produjo también el conservadurismo: puede decirse que no empieza a haber conservadores, tal como ahora se entiende el concepto, antes de las reacciones y resistencias despertadas en Europa por las novedades del 89 y sus secuelas. Inició la ofensiva un diputado británico, Edmund Burke. La palabra, que no la idea, aparece unos años más tarde, en unos papeles aderezados por Mme de Staël durante los amenes del Directorio1. La hija de Necker propone que se contenga a los jacobinos por el lado izquierdo, y a los absolutistas por el derecho, interponiendo entre ambos un «Cuerpo Conservador» de notables designados de por vida. La intención, evidentemente, es conciliadora: se trata de acompasar el tic-tac de la historia, no de volver hacia atrás las manillas del reloj. No se sigue de aquí que el conservadurismo no haya caído muchas veces en la tentación de la violencia. El conde de Maistre o Donoso Cortés, su discípulo español en diferido, propugnaron la extinción del enemigo con una saña y unos modos que en el caso del conde rayan con lo sádico, y en el de Donoso, con lo histérico. No existe, en realidad, una agenda conservadora estable. Afortunadamente, cabría añadir, puesto que el conservadurismo ha solido ser tanto más fructuoso cuanto menos presa hacía en él hacía un sistema rígido de ideas. Chateaubriand nos interesa mucho más como crítico de su tiempo que como vindicador de la raza de los Capetos. Y de Evelyn Waugh nos impresionan las sátiras, no los ataques a la liturgia católica emanada del Concilio Vaticano II. Ni Chateaubriand ni Waugh, ni otros disidentes, tenían un plan B2. Aun con todo, nos han legado visiones con frecuencia más profundas que las de sus rivales progresistas.

Roger Scruton encaja con rara perfección en el biotipo del conservador resistente. La perspectiva de nuestro autor es through and through británica: extrae su inspiración de Edmund Burke, contempla con disgusto la deriva de las cosas en Inglaterra y el resto de Occidente, y ha elegido ir a redropelo de las modas académicas vigentes. Según nos cuenta en «My Journey», el capítulo con que se abre How to be a Conservative, decidió exclaustrarse de la universidad británica en el 89, luego de una serie de ataques y zaherimientos a cargo de las cliques progresistas de su país (con especial protagonismo de la BBC y The Observer). Su conversión a la fe tory data de los revuelos parisinos del 68, los cuales lo sorprendieron in situ, esto es, en el propio París. De entonces acá han pasado un montón de años, los bastantes para que Scruton haya tenido ocasión de ensayar los distintos golpes del pugilismo filosófico: el jab, el uppercut y el directo a la mandíbula, sin excluir el puñetazo al aire. Las objeciones al liberalismo de corte economicista integran una de las partes más estimulantes dentro del corpus ensayístico scrutoniano. Aburre más, por previsible, la polémica con los comunistas antiguos, aunque el argumento adquiere perfiles nuevos conforme nos vamos aproximando al presente. Y es que la izquierda radical se ha convertido en un bicho distinto, ni comunista, ni lo contrario, y para comprenderla no valen ya los lugares comunes por los que se regía el debate antes del 68. Lo desasosegante, equívoco de la situación queda bien reflejado en Fools, Frauds and Firebrands, un libro del que me ocuparé en la segunda parte de este ensayo. Pero es hora ya de entrar en detalles.

Los dos principios

Dos principios informan, de modo explícito o implícito, la filosofía de Scruton. El primero viene por lo derecho de Burke: el diputado whig (y tras la calorina del 89, más tory que whig, aunque nunca cambió de partido) legó a su país un argumento contra la revolución de carácter epistemológico y un contenido y alcance que van mucho más allá de lo político en sentido estricto. Se puede enunciar en muy pocas palabras: ciertas actividades (apretar un tornillo; sumar; separar con una cernedera la paja del grano) resultan de la combinación repetida de operaciones simples. Nada impide compendiar el proceso en un programa y confiar su ejecución a una máquina. Otras veces, sin embargo, el negocio se complica: no solo no conseguimos reducir nuestras habilidades a un procedimiento secuenciado, sino que no somos capaces siquiera de explicar mediante conceptos generales cómo hacemos lo que, sin duda alguna, es manifiesto que sabemos hacer. Tal ocurre con la poesía, el arte de gobierno o el arte de la conversación. El buen conversador, el buen poeta, el buen gobernante, pueden crear escuela o ser un ejemplo para quienes quieran imitarles. Ahora bien, nunca lograrán divulgar su ciencia escribiendo manuales sobre la conversación, el acierto político o la poesía. Michael Oakeshott, un notable conservador contemporáneo, ha resumido el caso mediante una distinción célebre: la que opone el «conocimiento técnico» al «conocimiento práctico»3. El conocimiento técnico se puede expresar por escrito o matemáticamente y enseñar en la escuela o la universidad. El práctico es inarticulado y difuso, y solo se adquiere bajando a pie de obra y empeñándose en tareas concretas junto a los ya instruidos. Uno de los alegatos principales de Burke en Reflexiones sobre la Revolución Francesa, es que los philosophes habían sobrevalorado la primera clase de conocimiento. No renunciaban a indagar, en el recetario de ideas confeccionado por un Rousseau, un Malby, un Helvecio, no ya las leyes del buen gobierno, sino un sistema infalible para la regeneración social absoluta. El proyecto se le antoja a Burke frenético, estúpido, petulante. Es más, la propia idea de que el futuro se puede proyectar le parece absurda, puesto que las destrezas que nos permiten vivir juntos y echar el mejor pelo posible ofrecen un carácter más retrospectivo que proyectivo. Es la tradición, con sus instituciones consagradas por el tiempo en la esfera política, o son los inveterados hábitos en el mundo moral, hábitos cuya lógica nos elude, los que mantienen íntegras y a la vez vivas a las comunidades humanas. Solo para salir del paso y con el ruego de que no se quiera buscar tres pies al gato, calificaré la posición conservadora de «antirracionalista».

El segundo principio no es epistémico, sino de metafísica aplicada a la sociología, o también al revés. La cuestión es que la especie humana es una categoría biológica pero no es todavía una sociedad, y que solo dentro de esta última el individuo gana espesor y riqueza al hilo de un desarrollo en el que intervienen la cultura, las costumbres o el sistema de prejuicios gracias a los cuales dos sujetos tienden a confluir antes que a divergir frente a un accidente cualquiera de los miles que salpican el tráfago de la vida diaria. El desacuerdo, seguido de un litigio y la subordinación de las partes a lo que determine un juez, se produce, a fin de cuentas, en proporciones que son escasas en términos relativos. En caso contrario, la sociedad sería un lío inmanejable, un caos. Todavía mejor: la propia ley resultaría inaplicable si los justiciables no admitiesen su autoridad. Y lo último implica ya un consenso específico, del que no todas las sociedades se benefician en idéntica medida y que en las nuestras ha terminado dando lugar a lo que se conoce entre los tratadistas como imperio de la Ley o, en alusión a los poderes limitados del gobernante, Estado de Derecho. Bref: el individuo no se convierte en persona fuera o al margen de un contexto social.

Las objeciones al liberalismo de corte economicista integran una de las partes más estimulantes dentro del corpus ensayístico scrutoniano

Lo último trae consecuencias de gran calado. La más evidente es que pierde pie o queda fuera de sitio la doctrina de los derechos humanos en la acepción que defendió Locke en su Segundo Ensayo sobre el gobierno civil o enuncia Jefferson en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Locke, en su ensayo, no nos dice nada sobre los hombres que fundan el orden social, salvo que concurren en dar por buenas unas cuantas leyes aprehensibles por la razón. Y Jefferson viene a afirmar lo mismo, punto arriba, punto abajo. Los individuos lockeanos o jeffersonianos son unidades ontológicamente simples, en las que los derechos se insertan sin la mediación de una estructura. Scruton se rebela contra esta idea. En el prefacio a la tercera edición de The Meaning of Conservatism escribe: «En este libro [el primero en que escribía sobre política] me he apartado de los estándares y circunspecciones dominantes en el mundo académico. Sobre todo, me he complacido en manifestar poco respeto hacia la idea de los derechos humanos o la democracia». Y en el siguiente párrafo añade:

Que la gente tienda a creer en la existencia de los derechos naturales constituye, por supuesto, un hecho político de la máxima importancia. Pero que los derechos naturales existan objetiva e independientemente de las leyes positivas que en la práctica los han consagrado es una tesis filosófica debatible. Las acciones de los gobiernos no pueden basarse sobre una cuestión filosófica por decidir. Aparte de esto, la noción de derecho natural, concebida aisladamente y sin referencia a una tradición legal concreta, es singularmente imprecisa, y está expuesta a generar intuiciones muy diversas sobre las «inalienables» propiedades morales del ser humano. Los filósofos que, como Tomás de Aquino, Grocio o Locke, han intentado levantar teorías sobre lo que es legítimo partiendo de la ley natural, han logrado discrepar sobre casi todos los detalles relativos a la estructura política resultante. Y los últimos intentos en el mismo sentido (los de Rawls y Nozick) ponen de relieve hasta qué punto los filósofos persisten en discrepar tanto sobre el contenido de los «derechos naturales» como sobre la naturaleza del sistema político que los podría asegurar.
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