divendres, 9 de desembre del 2016

La rebelión de los deplorables contra los monstruos de la razón

Como ante un monstruo de la peor pesadilla política descubrimos que el grado de satisfacción de los ciudadanos con la democracia se encuentra en el punto más bajo desde que existen sondeos de opinión. Los primeros datos alarmantes se interpretaron como una señal de insatisfacción con los gobiernos del momento; sin embargo, encuestas más recientes indican que la desafección se extiende a todo el sistema democrático en su conjunto. Los ciudadanos de las democracias maduras manifiestan no solo su malestar con la forma de gobierno sino que se muestran sorprendentemente abiertos a opciones autoritarias.

Lo documenta un estudio titulado 'The danger of Deconsolidation: the democratic disconnect' que publica el ‘Journal of Democracy’, publicación del National Endowment for Democracy, una institución financiada por el Congreso de los EEUU para la promoción de la democracia liberal en el mundo. Sus autores, Roberto Stefan Foa y Yascha Mounk, muestran que los jóvenes encuestados en las décadas de los años 80 y 90 del siglo pasado eran firmes defensores de la libertad de expresión y poco susceptibles de aceptar el autoritarismo político. Hoy, por el contrario, muchos de sus hijos cuestionan la libertad de expresión y algunos de ellos parecen seducidos incluso por la posibilidad de un gobierno autoritario o militar.

Desde hace 30 años, en EEUU crece el número de personas que estiman que un gobierno militar es una buena o muy buena solución. En 1995, pensaba eso una de cada 16 personas, hoy lo piensa una de cada 6. Por su parte, el 6% de los jóvenes estadounidenses ricos veían bien que el ejército tomara el poder; hoy lo ve bien el 35% de este grupo. La misma tendencia se observa en Europa. En 1995, el 6% de los nacidos después de 1970 en familias ricas eran favorables a un poder militar. Hoy, lo son el 17%. Pero lo más grave es que esa tendencia antiliberal se extiende también a personas jóvenes y de mediana edad de clases medias, bajas y subempleadas.

Para muchos analistas, este malestar en la cultura democrática obedece a la supuesta incapacidad de la misma para encarar y resolver los grandes retos y problemas -incluídos los falsos- de nuestra época: la cuarta 'revolución industrial' -globalizada, robótica y digital- que ya ha empezado a cambiar el mundo pero que nos acongoja con su profecía del fin del trabajo; la sobredimensionada amenaza del terrorismo yihadista, a pesar de que no alcanza ni probablemente alcanzará nunca el poder y la extensión del terror comunista, que llegó a someter bajo su yugo a media humanidad; la esquizofrénica percepción de la migración masiva intercontinental y de los refugiados, que se sobreestima como amenaza existencial o se minimiza como aporte de diversidad; el supuesto aumento de la pobreza y de la desigualdad, que no solo no sube sino que baja como nunca antes (la pobreza extrema en el mundo se ha reducido a la mitad desde 1990); la sesgada amenaza del calentamiento global o cambio climático; la ficticia crisis alimentaria; la ideologización del maltrato de género y de las identidades o los cambios en la correlación de fuerzas entre las grandes potencias, entre otros.

Retos y problemas que a pesar de ser, en algún caso, ficticios o poco relevantes y, en otros, no mucho peores que en crisis similares del pasado, han logrado crear la percepción de que estamos asistiendo a la hora final del sistema democrático-liberal.

Los analistas sociales han identificado múltiples factores para explicar la instalación de esta percepción, pero yo me quedaría con uno que considero determinante: la paulatina imposición social de unos valores morales supuestamente superiores -llamémosles políticamente correctos- gracias a las instituciones políticas y educativas (incluidas las científicas) y de manera especial por los medios de comunicación (incluida la cultura de masas). Sin la difusión permanente de esos valores morales alternativos por unos medios omnipresentes y omniscientes -de los que han desaparecido prácticamente los periodistas conservadores- es imposible entender el carácter hegemónico que han alcanzado.

Al principio los ateos estábamos prohibidos. Punto. Y si te pones tonto, cárcel. Luego nos despenalizaron. Y parecía un mundo que estaba muy bien. Cualquiera podía creer o no creer, y todos convivir. ¿Por qué no pudo ser aquella Arcadia Feliz? ¿Por que se tuvieron que empeñar los mamones de los ateos de élite en fastidiarles la vida a los creyentes (cristianos)? Porque hicieron del ateísmo una moral. Si eres creyente tienes una lacra, porque tu creencia provoca … (y pon aquí el conocido rosario de males imaginarios habituales).

Pero no es sólo Dios. Ser blanco es malo; ser hombre es malo; ser heterosexual es malo; ser de derechas es malo; ser realista (no creer cuentos) es malo; ser viejo es malo; ser rico es malo (salvo que seas de izquierdas); hacer tu propia fortuna es mucho más malo; ser individualista o competitivo es malo; etcétera. ¡Joder; hay más malos ahora que cuando eran los curas los que daban el coñazo!

Aunque también hay más frailes que antes. Toda la academia, toda la prensa, todo Hollywood, y su puta madre. Ese rollo anti-élite (muy peligroso porque sin una buena élite el circo no funciona), podría ser en realidad una lucha contra la ingeniería moral propiciada por la élite. Que sí, es básicamente una estrategia de la izquierda, pero que la derecha no limpia nunca cuando gobierna. Ni nunca la ataca por derecho; no se atreve. | PLAZA MOYUA

Tras décadas de esa ingeniería moral sin oposición, la izquierda regresiva -que ha sustituido la lucha de clases por la lucha de identidades y la insostenible utopía social por una mojigata utopía moral- 'ha logrado hegemonizar, en el sentido gramsciano del término, el pensamiento político alternativo a la democracia liberal'.

La mitad de la población de los EEUU -bastante más en Europa- ha asimilado los nuevos valores con fervor religioso. Sin embargo, no ha logrado imponerlos a la otra mitad, y por ello la han ridiculizado, despreciado y criminalizado. Olvidando que lo que solemos ver en los demás nos dice mucho de nosotros mismos, los describen como monstruos -nazis, fascistas, racistas...- a los que no se debe tratar sino derrotar. Para ellos, se trata de gente deplorable, no rehabilitable y de comportamientos primarios que se encallaron en el proceso evolutivo.

Pues bien, los perjudicados, humillados y hastiados por esa moralina política, ideológica y mediática se han rebelado como se rebelaron sus predecesores románticos contra una Ilustración que los aplastaba. Hoy como ayer, oponen la consuetud del pueblo al racionalismo cartesiano de las élites; encumbran a la persona y su voluntad concreta frente a la abstracción de lo universal e impersonal; encuentran en el pasado y sus leyendas el futuro esplendoroso de sus pueblos y naciones. Sí, el populismo y el nacionalismo regresan como un rebrote de romántica pubertad política. Un rebrote que puede resucitar los monstruos del irracionalismo, pero que hoy nos denuncia los monstruos que producen los sueños de la razón.









La Democracia acomplejada

Los referéndums, como el del domingo en Italia o el del Brexit en el Reino Unido, son antidemocráticos en el sentido liberal por qué crean o agudizan hasta el límite el enfrentamiento civil; aniquilan a la minoría (que puede ser casi la mitad de la ciudadanía) que no es respetada si no derrotada; sustraen al Parlamento y a los partidos la negociación política y jurídica de los problemas para traspasarlos a los ciudadanos que han de librar una guerra, no siempre del todo incruenta, para sacarles las castañas del fuego a sus dirigentes.

En la democracia liberal, el voto no es nunca la primera sino la última palabra de un proceso previo de debate, deliberación y negociación. Y eso es así porque entiende que el voto no es más que la expresión matemática de una acción de fuerza, la bala de salva con la que una opción elimina a otra. El referéndum es el más duro sistema mayoritario. Es por ello que los grandes pensadores de la democracia moderna han sido tan reacios a los referéndums. Las democracias constitucionales solo los aceptan excepcionalmente y siempre como final de un proceso parlamentario decisorio y relevante.

Por el contrario, los antiliberales ven la democracia directa como el mejor instrumento para la continuación de la guerra por otros medios. Tras la caída del muro de Berlín y ante la dificultad de construir un relato revisionista/negacionista verosímil de los Gulags, la izquierda regresiva encontró en la democracia iliberal un modelo alternativo al capitalismo democrático y una palanca para alcanzar, por fin, la deseada revolución. En pocas palabras, se trataba no tanto de destruir la democracia burguesa desde fuera como de transmutarla desde dentro a base de 'profundizarla'.

Así, reivindicando más democracia, más democracia directa y participativa, la izquierda radical ha logrado hegemonizar, en el sentido gramsciano del término, el pensamiento político alternativo a la democracia representativa. Y lo que es más grave, ha suscitado un 'complejo democrático' de tal magnitud entre la socialdemocracia y la derecha que han acabado por rendirse ante sus enemigos, asumiendo gran parte de su discurso antiliberal y sin apenas presentar batalla.

Las democracias constitucionales parecen haberse quedado huérfanas de intelligentzia, con pocos que las defiendan. Sin embargo son el más sólido baluarte conocido contra el abuso de poder. Recordémoslo: las democracias liberales se caracterizan no por entregar el poder a la mayoría sino por limitárselo. Puede gustar o no, pero esa es la piedra angular de la única democracia realmente existente. Todo lo demás son modelos democráticos de adjetivo altisonante (democracia popular, democracia directa, democracia orgánica o estamental, democracia participativa, democracia bolivariana...) que consisten en ser sistemas autoritarios con deber de voto.




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