Donald Trump será un impresentable en muchas cosas, pero ni ha dado un golpe de estado ni ha desobedecido las resoluciones judiciales que le han tumbado políticas importantes de su programa electoral (inmigración y prohibición de entrada en EEUU de personas provenientes de determinados países musulmanes). Tampoco nadie ha podido probar hasta el momento ninguna connivencia del mismo con Rusia para trucar las elecciones presidenciales del año pasado. Sin embargo, sigue siendo tratado por los medios de su país y los de casi todo el mundo como un nazi o un tarado.
Por el contrario, hay un presidente de gobierno en un rinconcito de la vieja Europa llamado Carles Puigdemont que ha decidido implementar su legítimo programa político -la independencia de Cataluña- no por los cauces constitucionales, democráticamente establecidos, sino saltándose la legalidad y desobedeciendo las resoluciones judiciales. Dicho sin tapujos: dando un golpe de estado.
Sin embargo, la corrección política sigue abominado del primero pero no del segundo, ante el que mantiene una posición equívoca, cuando no tolerante o cómplice. A Trump, por ser quien és, ya ha sido juzgado, sentenciado y condenado. Puigdemont, no. ¿Por qué? Pues porque lo consideran -no sin razón- un aliado para poder imponer también sus propios proyectos revolucionarios. Proyectos inconstitucionales e incompatibles con la democracia liberal.
Sólo cuando ese golpe de estado ha limitado sus derechos, protestan. O mejor dicho, nada de plural. En singular. Porque, de todos ellos, solo Coscubiela se atrevió a hacerlo. Peor todavía, una parte de su grupo parlamentario abandonó el hemiciclo cuando tomó la palabra.
Coscubiela emocionó -y se emocionó- porque recién caído del Guindo no le dio tiempo a 'racionalizar' su intervención. El problema es que se cayera del Guindo tan tarde, que durante tanto tiempo hubiese hecho el juego al nacionalismo.
Les había parecido bien el pacto del Tinell, el cordón sanitario contra un partido democrático, la conjura cómplice para arrojar al PP de la vida pública. Nada dijeron entonces y ahora se espantan de las consecuencias. El nacionalismo, como Gozila, se ha cargado de un manotazo y sin pestañear el edificio en el que reside la soberanía popular, el Parlemento. Qué horror, dijo el bueno de Coscubiela. Resulta que la fera ferotge eran los otros. Los tiranoicos eran quienes tenía a su lado, el Llach, la estaca, la estrellada, los pitos al Rey, la burla a las víctimas de la Rambla, la censura al pluralismo, la asfixia de la libertad. No quiere Coscubiela ese país para su hijo. Muchos padres catalanes tampoco lo querían, y lucharon contra los represores, reclamaron en la escuela, en el instituto, el derecho a decidir la lengua para sus hijos. Apenas nadie les escuchó. La mayoría tuvo que rendirse, o marcharse. Ahora es Coscubiela quien anuncia que se marcha, que deja la política, que resulta que el horror eran éstos, los suyos, sus socios, compañeros.
Es aquella paremia tan manida y tan perenne de la Biblia: ver solo la paja en ojo el ajeno y nunca la viga en el propio. Hasta que te caes -o te hacen caer- del Guindo.