Desde su domesticación hace 400.000 años, el paulatino dominio del fuego ha determinado en gran medida la evolución de la humanidad. Así como la cocción de los alimentos condujo a una regresión de las mandíbulas y a un desarrollo del cerebro humano, las artes del fuego han dado lugar gradualmente a la civilización moderna. La cerámica, la metalurgia, los morteros de cal y cemento, las máquinas de vapor, la luz artificial, los motores de explosión y de reacción, la producción de electricidad, todos estos avances tan familiares han estado indisolublemente ligados al fuego y, por tanto, a la producción de dióxido de carbono (CO2) mediante la combustión de madera, gas, petróleo u otras sustancias.
El aumento de la población mundial y el incremento del nivel de vida han provocado, por supuesto, un aumento de las emisiones de CO2 a la atmósfera. Según el dogma imperante, se culpa al efecto invernadero atribuido a este gas de una alteración climática con consecuencias catastróficas de lo más variadas y, por tanto, la descarbonización en pocas décadas de las actividades humanas para luchar contra esta perturbación se convertiría en un imperativo. Sin embargo, retroceder milenios de ingenio humano es un desafío formidable, como ilustra el coste estimado por el Banco Mundial en ¡89.000 billones de dólares sólo para el periodo 2015-2030!
Dado el carácter colosal de las inversiones anunciadas y los recursos minerales y energéticos que se van a comprometer, conviene asegurarse de que los efectos del CO2 son realmente los descritos. En primer plano se encuentran los modelos climáticos por ordenador en los que se confía mayoritariamente hoy en día, pero que adolecen de muchas limitaciones. La principal es que abarcan periodos de tiempo demasiado cortos para dar cuenta de los grandes ciclos de glaciación-deglaciación, los cambios climáticos más tangibles, que se producen a lo largo de decenas de miles de años. La situación es análoga a la que se daría si tomáramos una pequeña ola como base de una teoría de las mareas sin tener en cuenta ciclos enteros de subidas y bajadas de distinta magnitud.
Los modelos climáticos también han relegado a un segundo plano registros mucho más reveladores. Los más valiosos los ofrecen las capas de hielo polares, donde las herramientas analíticas modernas pueden descifrar los mensajes climáticos de la historia del planeta que han conservado a medida que la nieve se compactaba en el hielo atrapando diminutas burbujas de aire. Por ejemplo, es posible medir con precisión el contenido de CO2 (y de metano, CH4) de estas burbujas en función de la profundidad del hielo en los núcleos extraídos y, por tanto, de su antigüedad. Y como la temperatura de depósito de la nieve también puede determinarse mediante métodos isotópicos, se dispone de un registro continuo de estos parámetros durante períodos de cientos de miles de años.
En este sentido, las muestras de hielo extraídas de la base antártica de Vostok constituyen una ineludible referencia entre los científicos que estudiamos la historia del clima terrestre porque abarca los cuatro ciclos sucesivos de glaciación-deglaciación de los últimos 423.000 años. Su análisis ha confirmado que estos ciclos son gobernados principalmente por las variaciones del calor recibido del sol a medida que varía la órbita de la Tierra debido a complejas interacciones gravitatorias. En el contexto de estos ciclos astronómicos, conocidos como ciclos de Milankovitch, la cuestión es entonces saber qué papel amplificador puede haber desempeñado el CO2 atmosférico. Esta pregunta puede responderse mediante un examen muy sencillo de las pertinentes relaciones de causa y efecto a la luz de los principios de la lógica establecidos por Aristóteles hace 2500 años.
Según el principio de no contradicción, una proposición y su contraria no puede ser verdaderas al mismo tiempo. Sin embargo, la evidencia paleo-climática muestra que los periodos de altos niveles de CO2 no preceden a los períodos de altas temperaturas sino que son posteriores a los mismos y sistemáticamente más largos. Por tanto, si es la temperatura la que aumenta antes que el CO2 y si los períodos de CO2 elevado duran sistemáticamente más que los períodos de altas temperaturas (es decir, que las temperaturas empiezan a bajar aunque los niveles de CO2 se mantengan elevados), la lógica refuta la creencia de una relación causa-efecto entre aumento de dióxido de carbono y aumento de temperatura. La evidencia, por cierto, tampoco muestra fluctuaciones en los niveles de CO2 de corta duración similares a las mostradas por las temperaturas.
¿Qué puede ocurrir entonces? Resulta que la atmósfera contiene una cantidad ínfima de CO2 en comparación con los océanos, y que la solubilidad del CO2 en el agua disminuye al aumentar la temperatura. Por lo tanto, el contenido de CO2 de la atmósfera se ha ajustado a lo largo del tiempo a las variaciones de temperatura con desfases temporales debidos a la homogeneización química relativamente lenta de los océanos. Un argumento de peso refuerza esta conclusión. El metano es un producto de la actividad biológica que aumenta con la temperatura y se correlaciona perfectamente con ella. Si el CO2 contribuyera al calentamiento atmosférico, sus niveles deberían estar correlacionados con los del metano. Sin embargo, esto no es así en absoluto.
Esta conclusión no contradice en absoluto la existencia del ligero calentamiento observado en las últimas décadas. En efecto, los núcleos de hielo de Vostok revelan la existencia de breves episodios de calentamiento, muy numerosos, a los que curiosamente no se presta atención, y cuya causa puede atribuirse a otros factores tales como las fluctuaciones de la actividad solar. En definitiva, lo que ocurra en unas pocas décadas ofrece poca información sobre la evolución climática, cuya unidad de medida se acerca más a la decena de miles de años.
Que los efectos del CO2 sobre el clima son mínimos no es, ni mucho menos, una conclusión nueva, aunque los que ya lo han establecido sobre otras bases científicas chocan con el pretendido “consenso” sobre la cuestión. En realidad, esta noción de consenso no es pertinente aquí, porque la historia de la ciencia no es más que un largo paseo por el cementerio donde descansan en paz las ideas aceptadas sin discusión durante mucho tiempo. Más bien, sirve de justificación para desterrar del debate cualquier idea heterodoxa que cuestione el dogma. Como ha experimentado el autor de estas líneas, el rasgo más inquietante del debate sobre el clima es el deseo de descalificar de entrada al adversario arrastrándolo a otros campos no relacionados con el problema, en lugar de ofrecerle comentarios críticos a los que podría responder científicamente. Sorprendentemente, el libre debate en que se ha basado el progreso científico en la Historia ha sido sustituido por acciones propias del totalitarismo como la difamación, el intento de silenciamiento y la persecución del disidente bajo amenaza de ostracismo. Quizá Aristóteles, con su lógica, pensaría que esta violencia y esta imposición son en sí mismas un indicio de en qué lado del debate se encuentra la verdad.
© Pascal Richet
'EL FUEGO, MOTOR DE LA CIVILIZACIÓN'
Artículo del físico Pascal Richet publicadoen Expansión 26-6-21