diumenge, 20 de desembre del 2020

¿Qué derecho moral tiene el Estado a esperar que renunciemos a nuestra humanidad para lograr sus objetivos, por admirables que sean?

Lord Jonathan Sumption


El ex juez de la Corte Suprema Lord Jonathan Sumption ha escrito un nuevo artículo señalando lo que debería ser obvio a estas alturas, pero que no lo es para la mayoría de gobiernos y sus asesores científicos ciegos: que los encierros o confinamientos no funcionan.

Mirando a Europa y América del Norte, ocurren dos cosas. La primera es que el virus se ha vuelto endémico. El consenso de los epidemiólogos es que la vacuna mitigará su impacto pero no lo suprimirá. La segunda es que el progreso del virus una vez que se vuelve endémico es, en general, el mismo en los países poblados, independientemente de las políticas de sus gobiernos. Ha habido encierros salvajes, como en España, que pusieron al ejército en las calles para evitar que la gente saliera, incluso para hacer ejercicio. Ha habido regímenes puramente consultivos, como el de Suecia.

Entre estos extremos ha habido todas las variantes posibles. Se dice que algunas personas, como los británicos, son temperamentalmente resistentes a que se les diga qué hacer, mientras que se cree que otras, como los suecos o los alemanes, son naturalmente dóciles. El factor común es que han fallado. La extravagante retórica del Primer Ministro (“derribar la enfermedad”, etc.) suena cada vez más ridícula.

Incluso con una vacuna como nuestra ruta de salida, esto debería hacernos detener antes de comenzar a pedir más políticas que han fracasado de manera tan demostrable. Lógicamente, solo hay dos posibles explicaciones para su fracaso.

Una es que el virus es más potente que los gobiernos. Puede ser que incluso la mínima interacción humana sea suficiente para derrotar la política. En Londres, las infecciones aumentaron en el segundo encierro. La otra es que, hagamos lo que hagamos, los instintos básicos de la humanidad, que es fundamentalmente sociable, se reafirmarán.

Los gobiernos y las leyes operan en un entorno humano. Es poco probable que una política que solo funcione suprimiendo nuestra humanidad funcione. La vida es arriesgada. Una póliza que busca eliminar el riesgo termina intentando eliminar la vida. Tenemos que reexaminar todo el concepto de que los gobiernos pueden simplemente activar y desactivar la existencia social a voluntad, tratándonos como instrumentos pasivos de política estatal.

Este no es solo un problema práctico. Es un problema moral. ¿Qué derecho moral tiene el Estado a esperar que renunciemos a nuestra humanidad para lograr sus objetivos, por admirables que sean?
 
(...)

COVID-19 es una grave amenaza para la vida y la salud de determinadas personas: mayores de 65 años y/o con vulnerabilidades clínicas identificables.

Alentar a los vulnerables a aislarse habla de su instinto de autoconservación. Va con la esencia de la naturaleza humana. También es racional: sin duda, que la responsabilidad de modificar su forma de vida debería recaer en quienes corren mayor riesgo para limitar ese riesgo.

Ordenar a los jóvenes y sanos que se aíslen para evitar infectar a los vulnerables, cuando la gran mayoría de los vulnerables pueden mantenerse fuera de peligro si lo desean, no es racional, entra en conflicto con todos los instintos de los animales sociales y desafía la naturaleza humana. Peor que eso, es moralmente de mala reputación. Si dudas de mí, haz una pausa para pensar en el daño que todo esto está infligiendo a los jóvenes.

Prácticamente no corren riesgo de morir o incluso de enfermarse gravemente. "Long Covid" afecta a un pequeño número y no es mortal. Sin embargo, los jóvenes y económicamente activos son los más afectados por las medidas del Gobierno. Están viendo sus carreras y perspectivas laborales destruidas ante sus ojos. Con el tiempo superaremos el COVID-19. Muchos de ellos nunca superarán los efectos a largo plazo de las contramedidas.

Algunos llaman egoísta a este enfoque. Pero Lord Sumption les replica. “El verdadero egoísmo es el egoísmo de aquellos que están dispuestos a infligir todos estos desastres a otras personas con la esperanza de mejorar su propia seguridad”.



divendres, 18 de desembre del 2020

Todo lo que no se quiere saber sobre la eutanasia



Cristina Losada | Libertad Digital

En el Congreso se ha aprobado la eutanasia prácticamente por aclamación. Sus defensores repiten pomposos, y con alarde de agresividad, que la eutanasia es un derecho. Lo que no dicen es quién lo va a ejercer realmente. Sobre el papel, la demanda de eutanasia proviene de una persona en pleno uso de sus facultades, lúcida, con clara y fuerte voluntad, que va a ejercer ese derecho con plena independencia y autonomía. Es decir, nada que ver con lo real. Lo real es que la mayoría de los candidatos a la eutanasia serán personas gravemente enfermas, ancianas, deprimidas, altamente dependientes, vulnerables e influenciables. Esa es la realidad que rompe en pedazos el papel y estropea la festiva aclamación del Congreso.

La realidad es que, en la mayor parte de los casos, el derecho a la eutanasia consiste en el derecho de otros a decidir sobre la muerte de una persona. ¿O creen los devotos de la eutanasia, y los que se suben al carro por razones tan de peso como que las encuestas dan a favor, que van a solicitar la eutanasia personas en buen estado de salud mental y física y en condiciones de casi perfecta independencia? Si no lo creen, lo quieren hacer creer. Con la misma desinformadora actitud, nada han querido saber de la experiencia. Prefieren no saber ni difundir qué sucede en países con la eutanasia legalizada hace años. Cómo los grupos de población donde más crece esa práctica son los más vulnerables. No quieren que se sepa que allí la eutanasia ha ido dejando de ser el último recurso para los que padecen sufrimientos intolerables y se ha vuelto vía de salida para situaciones de fragilidad, vulnerabilidad y soledad.

No se decide desde la independencia, sino desde la dependencia. Que no cuenten ese cuento del individuo autónomo en pleno uso de sus facultades. Cuenten otro, pero no ése. No hagan creer tampoco que la alternativa a la eutanasia es morir sufriendo, porque hoy eso es impensable, y si ocurriera, si deliberadamente se permitiera, sería una mala praxis. La eutanasia no es paliar el sufrimiento. La eutanasia es quitar la vida. Puede discutirse si se justifica o no en ciertos casos, pero no confundan. No engañen. No desinformen. Y digan lo que sucede allí donde la eutanasia es práctica habitual: los cuidados paliativos dejan de desarrollarse. No hay incentivo para hacerlo cuando existe un remedio mucho más rápido y barato.

Los devotos y los que se dejan arrastrar por la fascinación del derecho a morir –o por la mayoría a favor en las encuestas– ocultan sistemáticamente los riesgos. Sobre el papel, filtros y condiciones dan la impresión de que todo estará milimétricamente controlado. La práctica, sin embargo, esa experiencia sobre la que nada han querido saber, indica que una vez legalizada la eutanasia no es posible mantenerla bajo control. Lo que nos han dicho, en realidad, los diputados que aclamaron la eutanasia es que, si hay diez casos en los que está justificada, debemos permitir una práctica que puede causar la muerte inadecuada de miles.

Ni siquiera evitaron la coincidencia. La de tanta muerte junta. Justo cuando una epidemia se ha llevado por delante a muchos de los más vulnerables, a los que se ha sido incapaz de proteger, abren la puerta para que parte de ellos sean expedidos, muy legalmente, al más allá, por voluntad de vaya usted a saber quién. No es fácil explicar cómo el Congreso, en plena oleada de mortandad, se puso a legalizar la muerte por eutanasia. Pero acaba de pasar.