Con 40 años de retraso, Artur Mas ha logrado ser al fin un "rebelde democrático". No lo fue cuando tocaba serlo, cuando estudiaba Económicas en Barcelona en la década de los años setenta del siglo pasado. En aquél entonces, era un niño bien que estudiaba y no hacía política. No ejercía ni ejerció nunca, que se sepa, de 'rebelde democrático' contra la dictadura. Al parecer, se oponía a Franco en la intimidad, cómo muchos de los que luego entraron en masa en el partido de Pujol.
Ahora, a sus casi 60 años, Mas descubre que tiene un corazoncito rebelde, más a la izquierda de lo que nunca pensó e incluso pudorosamente antisistema. Un corazoncito de niño mimado y consentido que se enfada con el mundo cuando no puede hacer lo que le da la gana.
Por si no lo sabía, estimat president, la democracia nació precisamente para limitar el poder de la mayoría. Para que ningún presidente pueda hacer desde el gobierno lo que le dé la gana. Esa es la paradoja de la democracia. Obtener la mayoría solo da derecho a gobernar dentro de las reglas del juego establecidas, que a su vez solo pueden cambiarse con mayorías muy cualificadas. El voto, que no es otra cosa que la legalidad aritmética de la fuerza bruta, no tiene legitimidad para cambiar la legalidad democrática de los derechos y las libertades fundamentales.
En 1978, Cataluña tuvo un gran protagonismo en la redacción de la Constitución. De los 7 ponentes constitucionales, dos eran catalanes: Miquel Roca i Junyent (li sona, president?) y Jordi Solé Tura. Ese gran acuerdo político y jurídico fue ratificado por el pueblo catalán con el 90,46% de los votos. Cualquier cambio posterior de ese texto constitucional debe ser abordado, negociado, aprobado o rechazado, según las reglas del juego adoptadas libremente por todos los ciudadanos de España.
Pero en Cataluña, un día decidieron que éramos soberanos y que, en consecuencia, no estábamos obligados a cumplir ni las leyes, ni los compromisos constitucionales, ni las resoluciones de los tribunales. Esa quiebra de la legalidad la inició Pascual Maragall con el segundo Estatut, que pretendió imponer unilateralmamente un cambio constitucional de facto. Como era lógico, el Tribunal Constitucional, con mejor o peor acierto, puso las cosas en su sitio. Lo que ya no fue tan lógico es que la mayoría de partidos catalanes se sumasen al desacato promovido por las organizaciones nacionalistas e independentistas.
Ahí empezó la ola que se ha convertido en la marea soberanista que ha sumergido gran parte de la sociedad catalana. Una marea, estimat president, que amenazó con arrastrarte. Y cómo no podías dominarla decidiste, como el buen oportunista sin principios que eres, sumarte a ella y encabezarla desde la presidencia de la Generalitat para intentar salvar cargo y hacienda.
Y en esas estamos. Un burgués conservador que se rebela contra la legalidad democrática en nombre de la legalidad aritmética. Ese nuevo paradigma que reduce la democracia al voto y en el que la izquierda radical, el populismo o el comunismo libertario camuflan lo que antes llamaban la dictadura del proletariado y que no era otra cosa que la dictadura del partido que se había cargado la democracia. La de verdad.
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