Son muchas las voces a derecha e izquierda que, desde el consenso socialdemócrata, minimizan los efectos de los atentados terroristas en Europa así como el alcance de las crisis surgidas en Oriente Próximo tras la primavera árabe y que se han extendido por todo el mundo musulmán.
Se compara la situación actual de Europa con la de los años de plomo de las décadas de los 80 y 90 del siglo pasado y se concluye que, a pesar de la brutalidad de los atentados de Madrid, Londres, París y ahora Bruselas, no hay para tanto. Que debemos tener paciencia y adaptarnos a la 'nueva normalidad'.
No quieren pecar de alarmismo ni de pesimismo, pero sobre todo no quieren hacer la más mínima autocrítica sobre la fallida política europea hacia la inmigración musulmana ni sobre la débil política exterior común -o 'modesta', como les gustaba decir- aquejada del síndrome de 'Le Sanglot de l'homme blanc', que tan bien denunció en su libro Pascal Bruckner.
"A Occidente, culpable por toda la eternidad, le queda prohibido juzgar o combatir a otros regímenes, otras culturas, otras religiones. Nuestros crímenes pasados nos obligarían a mantener la boca cerrada; nuestro único derecho es el silencio"
Un complejo de culpa que nos ha hecho abrazar un multiculturalismo desintegrador, cerrando los ojos o siendo condescendientes ante hechos que si los cometiesen personas nativas serían denunciados y publicitados con indignada hostilidad. No hace falta recurrir para ilustrarlo al sonado caso de violación y esclavitud sexual de menores por pakistaníes durante 16 años en la ciudad británica de Rotherham, que fue ignorado por las autoridades por miedo a ser acusadas de racismo. Hay miles de ejemplos de ello en toda Europa, recientes como los de la noche vieja en Colonia o de larga duración como los de Suecia.
Estos problemas tal vez podrían resolverse con voluntad, ideas claras y muchas dosis de paciencia si la situación política y económica de Europa no fuera la que es. El problema angular es que de la misma manera que la crisis financiera ha revelado que no existe una autoridad económica y fiscal común y la crisis de los refugiados que no existe una política exterior digna de ese nombre, la crisis de seguridad provocada por los atentados terroristas ha evidenciado que tampoco existe una policía, unas fuerzas de seguridad y de inteligencia comunes y eficaces. Es decir, cuándo hay problemas de verdad, Europa no existe o no llega.
Esta evidencia refuerza a los partidos populistas y euroescépticos, en ascenso en todos los países de la Unión, que reclaman, con razón, que si Europa no puede tomar medidas eficientes contra las indisciplinas fiscales y presupuestarias, contra la migración descontrolada y contra la amenaza terrorista que devuelva competencias a los Estados para que estos controlen sus fronteras y su economía.
Es por esta situación política y económica que la opción de adaptarse a lo que hay y esperar a que el tiempo resuelva las cosas no solo no sirve de nada sino que agrava el proceso centrífugo. Los ciudadanos europeos no aguantaran resignada e indefinidamente la amenaza yihadista por que tienen a mano una alternativa política contundente: el UKIP en el Reino Unido, el FN en Francia, AfD en Alemania, Podemos en España, Syriza y Amanecer Dorado en Grecia... fuerzas políticas muy distintas pero cuya victoria significará la misma cosa: el fin de la Unión Europea tal y como la entendemos.
O hacemos que Europa exista de una vez por todas o, como dijo recientemente el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, la UE "se desintegrará como proyecto político”.
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