“Se me condena por ser católico”, clamaba el juez de Murcia Fernando Ferrín Calamita tras conocer su condena por el Tribunal Supremo a diez años de inhabilitación por un delito de prevaricación al impedir la aplicación de la ley de adopción a dos mujeres casadas. “Este es un juicio político”, añadía el juez condenado. Calamita había retrasado más de seis meses el trámite de adopción de una menor por parte de la esposa de la madre biológica de la pequeña porque la adoptante “era una mujer casada con otra mujer”. El Supremo quintuplicaba así la condena impuesta en el 2009 a Calamita por el Tribunal Superior de Justicia de Murcia, que no lo había condenado por prevaricación sino por “retardo malicioso” con el agravante de “desprecio de la orientación sexual”.
Sin entrar en juicios de valor sobre los motivos que le llevaron a prevaricar, lo que está claro es que Calamita no fue condenado por su fe católica ni por ninguna otra consideración de carácter moral o político, sino por no atenerse en el desempeño de sus funciones a lo que establece el Código Civil sobre la adopción por parejas del mismo sexo. Como representante de uno de los tres poderes del Estado, un juez está obligado a cumplir y hacer cumplir la ley, por muy injusta que le parezca o por muy contraria que sea a sus convicciones morales, exactamente igual que los representantes de los otros dos poderes del Estado. Lo contrario supone la quiebra del principio de legalidad que deber regir la función pública, y la legitimación de la ley de la selva, es decir, del estado de naturaleza en el que cada hombre es juez de su propia causa y puede, por tanto, hacer lo que le dé la real gana.
El razonamiento de Calamita, que atribuye su inhabilitación a su condición de católico y se presenta como víctima de un juicio político, reaparece ahora con la reacción del expresidente de la Generalitat Artur Mas ante el escrito de la Fiscalía que pide para él 10 años de inhabilitación por los delitos de desobediencia y prevaricación con motivo de la consulta independentista del 9-N. Al igual que Calamita desatendiendo los artículos del Código Civil que no le convencen, Mas pretendió situarse por encima de la ley al desatender la resolución del Tribunal Constitucional (TC) que le impedía llevar a cabo la consulta. Aunque en su día el propio Mas declaró, ufano, ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que él era “el único responsable” del 9-N, ahora, tras conocer la petición de la Fiscalía, Mas recupera la lógica Calamita y dice que para él “es un honor ser procesado por los poderes españoles por poner las urnas”. Dice que lo único que ha hecho es “dar la voz al pueblo” y, al igual que Calamita, afirma que el suyo es “un juicio político”. Pero él no está procesado ni por poner las urnas ni por dar la voz al pueblo, sino por dictar a sabiendas una resolución injusta desobedeciendo al TC. Dura lex, sed lex.
Mas se escuda en un supuesto mandato democrático, pero soslaya que ese mandato no puede ser tal, en la medida en que el Parlamento catalán no tiene competencia para convocar consultas sobre esa materia, y en un Estado democrático de Derecho un mandato que no tiene cobertura legal puede ser cualquier cosa menos un mandato democrático. Tampoco las multitudinarias manifestaciones independentistas de los últimos años en Barcelona a las que tanto apela Mas justifican su decisión de desobedecer al TC, de la misma manera que las manifestaciones masivas que en su día tuvieron lugar en Madrid en contra de la ley de matrimonio homosexual no facultaban a Calamita para arrumbar una ley perfectamente constitucional.
Decía Karl Popper que “la democracia consiste en poner bajo control al poder político”. Esa es la esencia de la democracia liberal, asentada en un sistema de controles y contrapesos recíprocos orientados a asegurar los derechos y libertades individuales y a evitar el abuso de poder, ya sea por un ejercicio despótico de las funciones propias o por arrogarse funciones ajenas. Ya lo advirtió James Madison en uno de sus artículos de El Federalista: “Si los ángeles gobernaran a los hombres, no sería necesario ningún control externo ni interno sobre el gobierno. Al enmarcar un gobierno que va a ser administrado por hombres sobre hombres, la gran dificultad reside aquí: debes primero permitir al gobierno controlar a los gobernados y después obligarle a controlarse a sí mismo. Una dependencia del pueblo es, sin duda, el control principal del gobierno, pero la experiencia ha enseñado a la humanidad la necesidad de precauciones auxiliares”. Esta idea de Madison está en la base del control recíproco entre poderes y del control de la constitucionalidad de las leyes y de los actos del Gobierno.
Aceptar la pretensión de ciertos representantes de los poderes del Estado de erigirse en jueces de su propia causa, determinando a su antojo qué leyes o resoluciones judiciales les son aplicables y cuáles no a ellos y a sus afines, supondría asumir que, por imperativo categórico, todo el mundo tiene el mismo derecho que ellos a tomarse la justicia por su mano. La destrucción del Estado democrático de Derecho, ni más ni menos.
Ignacio Martín Blanco es periodista y politólogo.
"La principal virtud de la democracia es que deja obsoleta la revolución"
"La revolución consiste en imponer tu fantasía política a todos los demás"
"Los científicos deberían ir a donde les lleve su ciencia, no sus ideas políticas"
"Pensar suele reducirse a inventar razones para dudar de lo evidente"
"No es una de las dos Españas la que nos hiela el corazón, sino la atroz semejanza entre quienes creen que hay dos"
dimecres, 19 d’octubre del 2016
Lo que Artur Mas no quiere entender: 'La democracia consiste en poner bajo control al poder político'
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