dijous, 29 de desembre del 2016

La contradicción de defender una ideología violenta y la repugnancia a aceptar sus consecuencias

Me permito la libertad de reproducir íntegramente, traducida al español, esta antigua entrada de NIHIL OBSTAT sobre el líder anarcosindicalista Joan Peiró. Hoy, en que vuelve a quedar al descubierto el espíritu guerracivilista de algunos de los recién llegados a la política española, creo necesario que no se apague la luz ni se vayan los taquígrafos de la historia para que la verdad completa de los hechos no siga en el olvido o la ignorancia. Saber sólo una parte de la verdad no es más que una nueva mentira. La violencia, el robo, el saqueo, la violación, la tortura y los asesinatos en la zona republicana siguen siendo un tabú, oculto bajo el eufemismo de 'violencia revolucionaria' o reducido a una anécdota protagonizada por algunos 'incontrolados'. Sin embargo, la dimensión de esa violencia llevó a algunas personalidades republicanas a denunciarla. Entre ellas, el anarcosindicalista Joan Peiró, dirigente de la CNT y ministro de Industria de la Segunda República durante la Guerra Civil. Una denúncia no siempre motivada por la empatía hacia las víctimas como por el interés en evitar dañar la imagen de la República. Peiró, con su denúncia sesgada pone en evidencia la contradicción de 'defender hasta el último momento una ideología violenta y la repugnancia a aceptar sus consecuencias'.

El anarcosindicalista Joan Peiró fue una de las pocas voces en el bando republicano que denunció la brutalidad de la represión "incontrolada" contra las derechas, en los meses que van de abril a octubre de 1936. Esta actitud, que queda perfectamente reflejada en los artículos recopilados en el libro “Perill a la reraguarda” ("Peligro en la retaguardia"), merece sin lugar a dudas todo el reconocimiento. Y supongo que ese reconocimiento es el objetivo del grupo de mataronenses que promueve un homenaje a este líder de la CNT.

No deja de ser curioso, sin embargo, que este homenaje no se haya hecho antes. Del mismo modo que no deja de sorprender que ahora, 25 años después de la restauración de la democracia en nuestro país, comience la búsqueda de fosas comunes con las víctimas republicanas.

Restaurar la memoria de las víctimas, de todas las víctimas, es una obligación moral. Los franquistas lo hicieron con las de su bando. Es también de justicia que se haga lo mismo con las víctimas del bando republicano.

Pero no puedo evitar la perplejidad por el hecho de que se haya tardado tanto en hacerlo. Salvo los primeros años de la transición en que había que ir con pies de plomo, no encuentro ningún impedimento moral, político o jurídico para no haberlo hecho antes. Es más, la llegada del PSOE al poder en 1982 daba todas las garantías para que la búsqueda de las víctimas republicanas de la guerra civil se pudiera hacer sin problemas.

Esto me lleva a creer que estas iniciativas aparecen ahora por la única razón que gobierna el PP. La apertura de tumbas con los cadáveres de las víctimas de la represión franquista parece hacerse con la perversa intención política de hacer daño al PP, presentado groseramente por la izquierda como un partido heredero político de la dictadura.

Si esta es la finalidad del desentierro de cadáveres o los homenajes a figuras del bando republicano, más valdría dejarlo correr. En primer lugar, por lo que representa de instrumentalización de las víctimas y, en segundo lugar, porque no tiene ningún sentido reavivar el espíritu de la guerra civil sesenta años después de terminada y de 25 años de democracia.

Pero todo este revuelo podría ser positivo si sirviera para encarar de una manera serena y ecuánime las causas y las responsabilidades por el fracaso de la segunda república y el estallido de la guerra civil. Lamentablemente, este tema aún sigue siendo tabú. Aunque la historiografía es ya muy completa y detallada, las interpretaciones todavía están muy fosilizados en función del bando al que muchos ciudadanos e historiadores aún se adscriben.

En el caso de Mataró, el homenaje a Joan Peiró debería servir para descubrir y analizar las contradicciones del personaje, que al fin y al cabo fueron las de toda una época. Las contradicciones derivadas de la defensa hasta el último momento de una ideología determinada y la repugnancia a aceptar sus consecuencias.

Esta contradicción ha sido eludida a menudo con el supuesto argumento de los "errores" revolucionarios. La culpa no es tanto de las ideas como de su aplicación equivocada. Una explicación que no tiene ningún tipo de consistencia pero en la que muchas personas continúan aún ancladas.

Si releemos con cierto distanciamiento "Peligro en la retaguardia" observaremos perfectamente esta contradicción.

En su primer artículo "La pistola con la Cruz", fechado el 18 de abril de 1936, tres meses antes de la sublevación militar contra el gobierno de la República y dos meses después de la victoria del Frente Popular, Peiró hace una defensa apasionada de la violencia revolucionaria. Considera que los males de la República tienen su origen en que se instauró de forma pacífica. "Se quiso dar al mundo -escribe- la ejemplaridad de un pueblo que cambiaba su régimen político sin una conmoción violenta y sangrienta, sin aplastar la cabeza de la plutocracia y los reaccionarios de todo pelaje, y los hechos no tardaron mucho en demostrar al mundo que los republicanos y los socialistas eran víctimas de su propia necedad ". Y asegura que no ha habido en el mundo "ningún pueblo que haya cambiado su régimen político sin un choque violento entre las dos fuerzas antagónicas, las cuales, en toda ocasión, han aportado a la lucha la inevitable contribución de sangre, de una sangre al calor de la que se forjan los héroes vencidos y los símbolos de los regímenes triunfantes. Y España no podía ni puede ser una excepción".

Esta doctrina no era insólita, sino que era intrínseca a las teorías marxista-leninistas y anarquistas. Unas doctrinas que se difundieron de forma masiva a partir de la revolución de Asturias de 1934 y especialmente después de la victoria electoral del Frente Popular el 16 de febrero de 1936. Tanto es así que, entre mitades de febrero y mediados de junio, la violencia revolucionaria contra los enemigos de clase y los fascistas, reales o supuestos, contabiliza 269 muertos y 1.287 heridos, el incendio de unas 150 iglesias más y un centenar de asaltos a locales de partidos de derecha. Aunque estas cifras, denunciadas por Gil Robles a Las Cortes el 16 de junio, son difíciles de contrastar, no estarían muy lejos de la realidad ya que en sus memorias, el entonces presidente de la república, Manuel Azaña, considera que sólo en el primer mes de su mandato habieron unos 200 muertos.

En un segundo artículo titulado "La hora de los hechos" y publicado el 18 de julio, Peiró, bajo la sacudida emocional de la sublevación militar, escribe: "La peor necedad sería esperarlo todo de la acción gubernamental y de los imperativos de la Ley. Las masas ciudadanas (...) no deben caer en la puerilidad de esperar lo que harán en Madrid y en Barcelona. Tienen que ver lo que pueden hacer por sí mismas, y contra los que deberán actuar de inmediato, sin necesidad de recibir órdenes de nadie". Y Peiró identifica rápidamente quiénes son aquellos contra los que se ha "actuar de inmediato": "En Mataró, ciudadanos, también tenemos nuestros fascistas (...) Cada iglesia y cada convento, cada centro de derecha y cada Círculo clerical , es un antro de conspiración contra los vientos de renovación y de liberación". Las reuniones que se hacen "casi cada día" en las iglesias son "reuniones políticas, son unas juntas de conspiradores que minan los fundamentos del régimen (...) En ellas reina un espíritu absolutamente opuesto al espíritu que guiaba los primitivos cristianos que se reunían en las catacumbas romanas". Y concluye: "Ahora no es hora de teorizaciones doctrinales, ni lo es de palabras más o menos ecuánimes y tolerantes. Es el momento de actuar con hechos, de repartir leña a diestro y siniestro, de pegar fuerte donde haga daño. (...) Las masas populares de Mataró deben decidirse a actuar de firme, implacablemente, y desde ahora sentir la santa intolerancia de no permitir a los reaccionarios y su jauría, las actividades a que hasta ahora se han entregado libremente e impunemente".

Pero a finales de agosto del 36, Peiró percibe que los "abusos" de la violencia "incontrolada" minan la credibilidad de la revolución en la retaguardia y comienza a denunciarla abiertamente en varios de sus artículos. En el escrito "Un curso de actuación revolucionaria", publicado en "Llibertat" el 27 de agosto, Peiró hace un primer reproche a los revolucionarios mataronenses porque les era "más agradable quemar iglesias y conventos" que evitar la fuga de los "peces grandes, los que merecen seres colgados de las farolas de la Riera". Parece claro, por sus propias palabras, que lo que quería Peiró no era tanto detener la violencia sino reconducirla y hacerla más asimilable para el conjunto de la población. Peiró inicia en este y otros artículos una serie de disquisiciones para delimitar lo que, según él, es una acción revolucionaria de lo que es simple delincuencia. Toda acción por venganza o provecho personal no es revolucionaria, pero "matar el mismo Dios, si existiera, al calor de la revuelta, cuando el pueblo enardecido por la justa ira se desborda, es una medida natural y muy humana".

En todos los artículos, incluso en los que denuncia de la manera más enérgica los crímenes de los "incontrolados", Peiró mantiene esta ambivalencia entre la abstracción de la violencia revolucionaria, considerada positiva e inevitable, y el rechazo a una gran parte de la violencia concreta aplicada en el bando revolucionario. Un rechazo que Peiró justifica siempre no tanto por un sentimiento de compasión por las víctimas como por la necesidad de no dañar la imagen de la Revolución.

Es por ello que lo más interesante del libro de Peiró no es tanto la denuncia de las atrocidades sino los motivos por los que lo hace. Si realmente, como dicen muchos historiadores, la violencia republicana hubiera sido algo aislado, esporádica y limitada a unos cuantos pelotones incontrolados, Peiró no habría tenido necesidad de insistir tanto en esta cuestión. El motivo por el que Peiró se la juega en su beligerancia contra los "incontrolados" es porque se da cuenta de que la violencia es tan arbitraria, intensa y extensa, que asusta no ya a los "fascistas" sino incluso a muchos de los partidarios de la República.

Peiró llega a ser muy contundente en la denuncia de la violencia "incontrolada" pero también muy discreto en su cuantificación. Sólo en algún párrafo menciona que el número de víctimas pueden ser "cientos". En realidad, Peiró no explica todo lo que sabe. Esconde muchas cosas para evitar el descrédito de la revolución y de la república y porque se siente solo. En la introducción que escribe en octubre de 1936 en el libro "Perill a la reraguarda" lo dice claramente: "No he dicho todo lo que yo puedo decir, todo lo que había que decir, todo lo que yo hubiera dicho; y no lo he dicho, como tenía el propósito de hacerlo, precisamente porque entiendo que la reproducción de mis artículos no es la colaboración que yo buscaba y esperaba conseguir de quienes, escribiendo para la prensa, tienen al menos el mismo deber que yo. Es decir, quise iniciar una campaña en contra lo que, aún ahora, deshonra a la Revolución, y estaba dispuesto a decir a gritos lo que yo sé y entiendo que tenía que decir, por poco que los que saben más cosas que yo las dijeran públicamente. Ahora, que nadie crea que he callado por miedo. He callado del asco que me ha hecho el silencio de los demás". | NIHIL OBSTAT (24/12/2002)


Artículo original, aquí (en catalán)

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