dilluns, 2 de gener del 2017

La vergüenza de Alepo


BERNARD-HENRI LÉVY | EL MEDIO.- “La pirámide de los mártires remuerde a la Tierra”. Al pensar en Alepo, este verso de un poema que René Char escribió en tiempo de guerra me vuelve como una bofetada. Y siento vergüenza. No por Vladímir Putin, ese zar de pacotilla, ese capo de un Estado mafioso que, entre sesiones de fotos y exhibiciones de testosterona, envía sus aviones a bombardear las ruinas de una ciudad. Para él, Alepo no era más que otro escenario para su narcisismo furioso, y sólo estaba representando su papel.

Ni por Bashar al Asad, cuya plomiza silueta esconde el alma más vil, oscura y cobarde de nuestro tiempo: los hombres de su pelaje renunciaron hace mucho a la raza humana; llegará el día en que tendrá que responder por sus crímenes ante la Humanidad.

No: me avergüenzo de mí mismo porque supliqué y clamé en el desierto, escribí incontables columnas y parrafadas para al final encontrarme cara a cara con mi impotencia, atragantándome con mi rabia. Pero también me avergüenzo de vosotros –de todos nosotros– porque sigue habiendo personas que son tratadas como animales de presa, perseguidas porque siguen teniendo dos brazos, dos piernas y una cabeza que aún no han convertido en montones de huesos, músculos y tripas, que es a lo que quieren reducirlas el Gobierno sirio y sus aliados; vergüenza porque, frente a este juego cruel, no hemos hecho prácticamente nada y hemos dicho muy poco.

Me avergüenzo porque, en este planeta, hay gente que ya no puede pensar, tener esperanzas o amar; gente a la que sólo le queda temblar y correr, y al día siguiente temblar y correr otra vez; gente que sólo cuenta con su propio cuerpo como escudo para proteger a sus hijos contra el fuego y el gas que pronto los consumirán a todos. Y, ante este espectáculo, estamos siendo testigos que ni siquiera reconoceremos que estamos jugando al juego de quien no quiere ver ni oír nada. ¿Hemos dejado de anclarnos a la realidad? ¿Nos hemos acostumbrado al sufrimiento forzado de los otros? ¿Acaso lo vemos como un circo en el que, desde las gradas, nos consentimos el placer culpable de ver luchar a gente corriente, no a gladiadores, y nos olvidamos de levantar el pulgar? ¿O es sólo el desahogo de quien se siente seguro y caliente en casa, mientras afuera llueve a cántaros? Lo que pasa es que, en este caso, lo que llueven son bombas.

Me avergüenzan los mecánicos boletines de radio en los días de la agonía de Alepo: el comentario anestesiado, el invariable análisis. Me avergüenzan los expertos apáticos, los pseudoexpertos siempre tan cuidadosos de que no se les escape el menor gesto de rabia o urgencia. Estoy avergonzado porque llega un momento en que los temas redundantes (muerte, muerte y más muerte) convierten a los comentaristas –y a la audiencia– en cómplices.

Me avergüenza Naciones Unidas, cuya resolución se presentó justo cuando caía el telón, cuando ya no quedaba mucho más que hacer salvo contar los muertos y, enseguida, clasificar a los refugiados. Me avergüenza esta nueva Liga de las Naciones, con sus Chamberlain que parlotean mientras que, en Alepo ayer y en Idlib mañana, nuestros hermanos y hermanas en la humanidad son despedazados por las bombas, acribillados, desangrados.

Me avergüenzan los gélidos monstruos chinos y rusos del llamado Consejo de Seguridad, que, mientras los aviones arrasaban una barriada tras otra, bloque por bloque; mientras hombres, mujeres y niños se abrazaban en una terrible comunión, y los pocos que sobrevivieron a ese mar de sangre eran ejecutados o enviados a las celdas de tortura, tuvieron la osadía de vetar la resolución de alto el fuego.

Siento vergüenza y tristeza por los otros, por los que trataron de salvar cierto honor pronunciando el enésimo discurso de condena e indignación; siento vergüenza por los honorables embajadores que intentaron, dentro del infame búnker en que se ha convertido la sede neoyorquina de la ONU, llegar a los hombres de hielo e impedirles, esta vez, levantar sus gordezuelas manitas para decir que no, que en realidad no pasa nada por desfigurar o triturar decenas de miles de cuerpos.

¿Qué le pasa por la cabeza a quien participa en un proceso así? ¿Qué siente el descompuesto funcionario de la muerte que vota sin escrúpulos que se siga matando, o el hombre de buena voluntad que planta cara pero tiene que aceptar el fracaso? ¿Cómo vive uno cuando, después de pasar una noche observando a quienes vetan (es decir, a los bombardeadores), una vez más, en un ritual tan rígido como una sesión de tortura, tu último llamamiento y descubres, de camino a casa, a primera hora de la mañana, que te pesan los pies no por por un cansancio normal, sino por la carne humana que llevas pegada en la suela o los dobladillos?

Me avergüenzan Barack Obama y la política de “líneas rojas” que abandonó el 30 de agosto de 2013, en una palinodia que dejó atónitos a sus aliados. Obama no era muy consciente de lo certeras que habían sido sus palabras: su línea roja era efectivamente de color rojo, el del rastro de sangre.

Me avergüenza Donald Trump, que mostró con aun mayor claridad sus preferencias al declarar que esos jóvenes condenados a morir; aquellos que, hasta el último minuto de la caída de la ciudad, dieron parte en YouTube; que encontraron de algún modo la fuerza para enviarnos su humilde “gracias”; que esos jóvenes, digo, serán objeto de un acuerdo –esa fue la palabra que utilizó, un “acuerdo”– con su amigote Putin.

Me avergüenza que una mayoría de los que sigo llamando conciudadanos parezca considerar a Asad –ese asesino con cara de yerno; ese asesino considerado al principio dócil y manso; ese hombre que muchos pensaban no sería rey (y mucho menos un tirano); esa versión moderna de Eduardo VIII, que no abdica pero se mantiene en el trono y entrega su país a Hitler, ese monstruoso yupi, este Pol Pot pijo– el menor de dos males en comparación con el ISIS.

Me avergüenza que François Fillon, candidato a la presidencia, y los miembros de la Cámara de Diputados francesa insistan en explicarnos, basándose en sus sórdidos cálculos sobre el valor de unas vidas, que la matanza en Alepo es parte del precio que debemos pagar para derrotar al terrorismo.

Me avergüenza todo eso porque, sin duda, tenemos la cobertura televisiva, el discurso público y los representantes y candidatos que nos merecemos.

Somos unos derrotistas que nos creemos gente de paz.

Somos europeos satisfechos demasiado dispuestos a renegar de nuestros propios valores mientras el primer gran crimen contra la humanidad del siglo XXI, que es lo mismo que decir el primer gran crimen de cada uno de nosotros contra el resto, se acerca vertiginosamente a su punto culminante.

Somos partícipes de una hecatombe contemporánea y, como ocurrió con los gritos desde los campos de la muerte hace casi un siglo, pocos, muy pocos, han reunido el valor de decir que debemos declarar la guerra a la guerra y bombardear a los bombardeadores.

La pirámide de los mártires sigue remordiendo a la Tierra. Y la Tierra gime bajo su peso. Ahí es donde estamos.

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