(...) El ideal democrático sin reglas, o con reglas creadas ad hoc, es caótico porque no crea estructuras estables. Una sociedad sin estructuras estables es una sociedad en permanente riesgo de disolución. Los afines a la asamblea todopoderosa creen que con su existencia es suficiente. Es un error notable. No se puede expresar satisfactoriamente el resultado algebraico de las opiniones ciudadanas, si no existe una forma ordenada de debate y decisión públicos, y de cambio de las decisiones adoptadas, que han de permanecer incólumes mientras tanto. Esa forma ordenada es la ley. La ley, en particular la ley escrita, es la que crea una estructura disipativa capaz de permanecer, mutar e innovar. En resumen: no hay voluntad democrática expresada si no hay unas reglas previas y estables de expresión de esa voluntad. Lo que se llama democracia directa es simple fuerza bruta, vía de hecho.
La ley es algo más: es un freno. Con sus plazos abstractos y sus procedimientos temporales ordenados, desacompasa el proceso político, siempre sujeto a la volubilidad, a las ensoñaciones, a las respuestas inmediatas. Que la discusión se ahorme impone, en primer lugar, la necesidad de poner las ideas por escrito y, lentamente, impone la necesidad de contar con el experto. En segundo lugar, exige que las discusiones se ajusten a plazos. En tercer lugar, es conservadora al mantener el edificio mientras no se cambie legalmente. Es cierto que puede estar llena de “cuevas de Alí Babá”, pero al estar sometidas a escrutinio por el enfrentamiento entre facciones, es susceptible de cambio sin el sobresalto del que quiere volver al momento inicial, prístino, en el que no había nada y todo debía ser inventado. En cuarto lugar, debilita a las mayorías y refuerza a las minorías, al permitir cambios y evolución según se mueve la marea de las pasiones y de la opinión pública. Esta es la parte más contraintuitiva: la ley se convierte en un límite autoimpuesto a la voluntad colectiva, un entramado pensado para lo que popularmente llamamos “contar hasta diez”. Es el equivalente al contrapeso oligárquico, pero aquí esa oligarquía es formal y aristocrática, es una aristocracia de las ideas, una suma de lo que sabemos y aprendemos, de lo que se va acumulando generación tras generación y error tras error.
Naturalmente, hablo de la ley democrática. Las normas del autócrata son un golem, aparentan ser leyes, pero están huecas por dentro.
Cuando los atenienses reclaman en la Asamblea el derecho a hacer lo que quiera el pueblo, sin límite alguno, los atenienses dejan de ser una asamblea democrática y se convierten en una tiranía transitoria, sujeta a la imposición del argumento sin reposar y a la fuerza tribal. El ciudadano se disuelve cuando la asamblea vota sin cortapisas, porque el ciudadano lo es porque puede participar en un proceso político reglado, con derechos y con obligaciones.
La apelación al pueblo como fuente de toda legitimidad es cierta, siempre que sepamos que pueblo político es también una definición legal.
En días en los que, de nuevo, en esa especie de eterno retorno de la infancia idéntica, se apela a “la gente” o a la “nación” como fuente de legitimidad, hay que recordar por qué cargamos con eso que a tanta gente le parece un peso muerto; qué función cumple. Si creemos que tenemos derecho a la vida, a la libertad y la búsqueda de la felicidad, hemos de admitir que también tenemos que tener derecho a buscar la infelicidad. Eso quiere decir “buscar”; ser arquitectos de nuestra parcela del mundo. La democracia sin desbastar apela a algo simple e inmediato, a la decisión de la mayoría, pero hemos aprendido que la mayoría es capaz de avalar y promover actos inmorales según los definen mayorías posteriores. ¿Por qué limitar las decisiones de una mayoría puntual con reglas de procedimiento y leyes? Precisamente para evitar que destrocen edificios que se han construido muy despacio, con errores, repletos de trampas, debilidades y zonas muertas, pero productivos y benéficos.
Como dice Euriptólemo, ¿a qué tanta prisa?
Las leyes las hacen los hombres. Las leyes democráticas los ciudadanos. Esparcidas y acumuladas, con sus carencias y mediocridades, forman una telaraña asfixiante para el visionario. Para cambiarlas puede hacer dos cosas: trabajar desde dentro o derribar el edificio. Si trabaja desde dentro y logra el cambio frente a la enorme inercia de lo que ya existe, su obra se añadirá y perdurará, aumentando el acervo. Si salta al vacío y derriba el edificio, tendrá que empezar desde cero y convencer a esa mayoría constituyente de que el suyo sí es un edificio intocable; pero construye sobre arena.
Por desgracia, hay otros que también quieren derribar el edificio que forman las instituciones legales. Profetas y demagogos que se aprovechan de un sentimiento demasiado humano: el entusiasmo por las soluciones simples y los destinos manifiestos. Como plagas de langosta, aparecen de cuando en cuando y prometen el paraíso inmediato. Su mercancía es el tajo del nudo gordiano y su caldo de cultivo la grisura prolija de las soluciones conocidas. Frente a la ristra de artículos, garantías, recursos y plazos, el “hombre que hace falta” pasea por la plaza y dice: “exprópiese”.
Solo hay una voz de Dios en las instituciones humanas. Es la ley. Sin ella, el pueblo está mudo y solo habla la turba. | TSEVAN RABTAN (27/03/2016)
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