dijous, 24 de novembre del 2016

Herejía: la Tierra se enfría, el CO2 disminuye y no hay una relación clara entre el CO2 y la temperatura global

Los evolucionistas del XIX, además de dinamitar el concepto de una Naturaleza inmutable, también nos legaron una gran afirmación: “Si el clima influye en el desarrollo de los organismos, también los seres vivos han de influir en el clima”. Pese a lo que algunos creen, tampoco tenemos primicia alguna como especie modificadora de la atmósfera. Las concentraciones de oxígeno y dióxido de carbono (CO2) en esta capa gaseosa que nos reviste, han variado (y mucho) a lo largo de las diferentes eras geológicas, no solo debido a la furia de los volcanes, sino también a la actividad de los organismos que realizan la fotosíntesis. El CO2 es un chute para las plantas, se disparan como un jovenzuelo en una discoteca de Ibiza. De nuevo, las páginas de ese novelón que tiene por título “El planeta azul” nos relatan que, desde la aparición de la Vida, el dióxido de carbono se ha ido reduciendo progresivamente en beneficio del oxígeno.

Podemos pues resumir esta perspectiva geológica en tres actos: La Tierra se enfría, el CO2 disminuye y, un dato más: no hay una relación clara en el registro geológico entre el CO2 y la temperatura global.

¿Qué nos importa esta visión tan lejana en el tiempo? Un pimiento, dirán muchos de ustedes. Pero no abandonen aún la lectura y dejen que les acerque poco a poco hasta nuestro tiempo.

La curva de la temperatura global de la Tierra durante los últimos cuatro millones de años bien pareciera la trayectoria de una montaña rusa. La sucesión de glaciaciones y periodos interglaciares más cálidos ha revolucionado el planeta en los últimos segundos de su biografía. Por un lado, las continuas subidas y bajadas del nivel del mar (amplitudes de hasta 130 m), que han ido modificando la línea de costa y trazado numerosos puentes terrestres durante las glaciaciones, vías naturales que han utilizado las especies para migrar y cambiar de rumbo. Por otro lado, importantes extinciones de aquéllos que no supieron o pudieron adaptarse a los vaivenes del clima; valga como ejemplo la desaparición de los mastodontes (mammuts) y de nuestros primos los Neandertales, que se quedaron también por el camino (ambos por grandullones).

El Neolítico marca un antes y un después en nuestro devenir como especie; pasamos de ser grupos dispersos de nómadas, con culillo de mal asiento y más hambre que un león de circo, a concentraciones estables de campesinos y ganaderos. Ese cambio tan extraordinario en el comportamiento vino inducido por una variación radical del clima: atrás quedó la última glaciación para dar paso a un clima más cálido y favorable para el desarrollo de la agricultura. En ese momento cumbre de la Prehistoria, la temperatura global subió unos 5ºC en tan solo dos décadas y los hielos se retiraron hacia las latitudes polares que ahora conocemos. Durante los 12.000 años que han trascurrido desde entonces, las fluctuaciones climáticas han marcado el paso de las grandes civilizaciones. El imperio romano se extendió durante siglos bajo una bonanza climática que permitió el cultivo de viñedos en Britania y de cereal en el norte de África. El llamado Óptimo Romano tocó techo hacia el año 400 d. de C., y coincide con un recrudecimiento de los inviernos en el norte de Europa que fuerza a los pueblos bárbaros a desplazarse hacia el sur, abriendo cada vez más fisuras en las fronteras del Imperio. El calor volvió de nuevo a Europa en la Edad Media, y las buenas cosechas y ricos pastos sufragaron la construcción de las grandes catedrales. Pero si hay que remarcar una época peculiar en nuestra historia, ésta fue la Pequeña Edad de Hielo. Las pinturas de Brueghel El Viejo (S. XVI) ya muestran unos paisajes con mil matices de blanco en la paleta, y un manto de frío, hambre y miseria cubrió a la vieja Europa hasta bien entrado el XIX.

Recientes estadísticas ponen de manifiesto que el 75% de las tierras no cubiertas por el hielo están modificadas por el hombre. La humanidad posterior a la revolución industrial se ha convertido en un agente transformador del paisaje a un ritmo vertiginoso. Nuestra huella en el planeta ha adquirido ya una dimensión global, alterando la mayoría de los ecosistemas, menguando la biodiversidad y dejando un reguero manifiesto de contaminación en mares, ríos, lagos y acuíferos. Si esto pareciera poco, hemos liberado a la atmósfera una importante concentración del carbono que la Tierra había almacenado durante millones de años como depósitos de carbón, gas e hidrocarburos. En estos momentos hay suficientes evidencias científicas, ya incuestionables, sobre un cierto aumento del CO2 en la atmósfera que procede de las emisiones humanas, y que representan un 5% del total. Los modelos climáticos y la realidad muestran un clima cada vez más extremo, donde cada día se baten récords de temperatura. Según los expertos hemos entrado en un nuevo ciclo climático antes no reconocido por el hombre, aunque sí por la Tierra. | ROSA MARÍA MATEOS

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